Humildad ante la Misa

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Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN (*)

Queridos hermanos y hermanas.

La Iglesia de Dios nace del Misterio Pascual de Jesús; y ese Misterio Pascual se actualiza cada vez que la Iglesia celebra la Misa. Esto no se puede vivir si no se cree y si no se ama. Pero además es necesario tener la humildad de los pobres, de los que todo lo reciben de Dios y viven en una continua acción de gracias.

La humildad es la verdad, dice santa Teresa de Jesús, y una verdad fundamental es nuestra pequeñez, nuestra limitación, nuestra poquedad… sobre todo ante la manifestación del Amor de Dios. Cuando el ser humano se cree superior, capacitado, sabelotodo, independiente, se está engañando cruelmente; por eso debilita o enferma su fe, enfría o fractura su amor, aniquila la verdad objetiva y se queda con su propia soberbia, sin llegar a ninguna parte (y menos a la Vida Eterna).

La humildad tiene su fundamento en la verdad, y particularmente en la verdad de la infinita distancia entre el pobre ser humano y el Eterno y Único Dios Creador de cuanto existe y Quien es Amor Infinito.

Ante la Misa es indispensable saber mirar con los ojos de la fe, encontrando a Jesús que es la humildad encarnada, como proclama san Pablo: “Él, que era de condición divina no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz” (Filip 2, 6-8).

La humildad tiene su fundamento en la verdad, y particularmente en la verdad de la infinita distancia entre el pobre ser humano y el Eterno y Único Dios Creador de cuanto existe y Quien es Amor Infinito.

 

Jesús - Dios verdadero - por su abnegación y anonadamiento ha instituido la santa Misa en la última Cena, anticipando el memorial de su Misterio Pascual. Ante el cual, “los demonios también creen y, sin embargo, tiemblan” (Sant. 2, 19). Por eso, cuando los cristianos viven su fe en la Misa, aman a la Misa y son humildes en su participación activa de la Misa, los demonios no se atreven a molestarlos.

Pero, así como la fe y el amor son dones de Dios, a los que hemos de responder activamente, también la virtud de la humildad es posible vivirla por la gracia de Dios. Únicamente la gracia de Dios puede darnos la visión inequívoca de nuestra propia condición de pecadores antes la Verdad de Dios. Los que se esfuerzan por ser humildes, que viven en la Voluntad de Dios, se ubican y hacen de la participación en cada Misa la oportunidad de comunión con Dios y de servicio a los hermanos.

Mirando a Jesús y meditando en su Evangelio nos encontraremos atraídos por el testimonio del Maestro, Quien “al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca. Fue detenido y juzgado injustamente…” (Is 53, 7-8).

Los que luchan por ser humildes no necesitan que alguien los reconozca ni que valore su vida, porque tienen su mente y su corazón en Dios, anhelando que el Cuerpo y Sangre de Jesús que comulgan los vaya transformando sin cesar hasta que puedan entrar en la Vida eterna, guiados por el Buen Pastor.

La humildad ante la Misa se manifiesta en el olvido de sí mismo, en la abnegación, pero sin descuidar la alegría de saber que no tenemos nada que no hayamos recibido (cf. 1 Cor 4, 7s). Somos hijos de Dios y a Él nos debemos en todo, y Él es Aquel que no defrauda jamás.

La Virgen María vivió en el silencio y en el anonadamiento, sin llamar la atención, y Dios “miró con bondad la humildad de su servidora” (Lc 1, 48) y es la Madre del Hijo de Dios, que se entregó por nuestra salvación.

 

(*) Monseñor

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