Ofertorio en la Misa

Queridos hermanos y hermanas.

Después del relato de la Institución, o Consagración, sigue la “anamnesis” o memorial, con las que la Asamblea realiza el memorial del mismo Cristo, recordando principalmente su bienaventurada Pasión, su gloriosa Resurrección y la Ascensión al cielo.

Este memorial es consecuencia del mandado del Señor: “hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19).

“La celebración litúrgica se refiere siempre a las intervenciones salvíficas de Dios en la historia. El plan de la Revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas;… las palabras proclaman las obras y explican su misterio. En la Liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo «recuerda» a la Asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. Según la naturaleza de las acciones litúrgicas y las tradiciones rituales de las Iglesias, una celebración «hace memoria» de las maravillas de Dios en una Anamnesis más o menos desarrollada. El Espíritu Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia, suscita entonces la acción de gracias y la alabanza (Doxología).” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1103).

Pero, la anamnesis o memorial no es sólo la memoria que despierta en nuestro recuerdo el hecho salvífico que conmemoramos. De la memoria de la Iglesia surge la verdad del Hecho redentor recordado. El Sacramento es la presencia renovada, en forma sacramental, del Hecho salvífico.

Cada vez que un cristiano en comunión con toda la Iglesia integra la Asamblea en la que se celebra la Misa, hace total entrega oferente de sí mismo, de todo su ser y de su actuar, junto con la ofrenda de Jesús en el Calvario

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Al celebrar el memorial hacemos la ofrenda. El memorial no es una mera evocación histórica sino el reconocimiento y la proclamación de una realidad trascendente, cuyas fases son inseparables entre sí. Este ofertorio es Cristo mismo que se ofrece. Por eso en una de las Plegarias Eucarísticas decimos: “Al celebrar, pues, el memorial de su Muerte y Resurrección, te ofrecemos lo mismo que Tú nos entregaste: el Sacrificio de la reconciliación perfecta. Acéptanos también a nosotros, Padre Santo, juntamente con la ofrenda de tu Hijo”.

Cada vez que un cristiano en comunión con toda la Iglesia integra la Asamblea en la que se celebra la Misa, hace total entrega oferente de sí mismo, de todo su ser y de su actuar, junto con la ofrenda de Jesús en el Calvario. Por eso, la vida del cristiano, que es miembro del Cuerpo de Cristo, ha de estar en total consonancia con la vida y evangelización del mismo Jesús.

El Cuerpo y la Sangre de Jesús, verdadera, real y sustancialmente presentes en este Sacramento admirable instituido por el mismo Hijo de Dios, depositados sobre el altar, son una Ofrenda permanente que actualiza la Ofrenda del Calvario. Y el sacerdote que preside, en nombre todos implora: “Dirige tu mirada sobre la Ofrenda de tu Iglesia y reconoce en Ella a la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo espíritu”.

Enseguida se involucra a los presentes: “Que Él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad…”; y a toda la humanidad: “…que esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo”.

La dimensión trascendente de la celebración de la Misa, en cada una de sus expresiones no deja a nadie fuera del verdadero Ofertorio sacrificial del único Salvador y Redentor del género humano.

(*) Monseñor