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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Intercesiones (2)

DR. JOSE LUIS KAUFMANN (*)

25 de Agosto de 2019 | 06:56
Edición impresa

Queridos hermanos y hermanas.

No es malo el pedir… la clave está en “saber” pedir y hacerlo desde la humildad y con profundo amor. Además, las reiteraciones en la súplica petitoria es manifestación de necesidad y de confianza. Jesús, en la parábola del amigo insistente, recomienda precisamente eso: ser insistente (cf. Lc. 11, 8); como también en la parábola del juez injusto y de la viuda (cf. Lc. 18, 6-8); y en otras ocasiones.

En una de las plegarias eucarísticas el sacerdote que preside suplica: “Acuérdate también, Señor, de tus hijos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”. Luego, después de un breve silencio, continúa: “A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz”.

El Catecismo de la Iglesia afirma que “El Sacrificio eucarístico también es ofrecido por los fieles difuntos «que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados», para que puedan entrar en la luz y en la paz de Cristo” (n° 1371). Orar por los difuntos es un deber de gratitud y de solidaridad, es implorar para ellos una vida eterna feliz. Se trata de pedir por la paz de aquellos que nos han precedido en la existencia temporal y en el paso a la existencia más allá del tiempo. Es una intercesión que se fundamenta en la comunión que existe de hecho entre todos los bautizados en el Misterio Pascual de Jesús, como indica el Misal Romano: “la Iglesia ofrece el Sacrificio eucarístico de la Pascua del Señor por los difuntos a fin de que, por la intercomunión de todos los miembros de Cristo, lo que a unos les alcanza auxilio espiritual, a otros les lleve el consuelo de la esperanza”.

“Y a nosotros, pecadores, servidores tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia… y acéptanos en su compañía, no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad”

 

En efecto, nadie vive aislado y nadie puede alcanzar la verdadera felicidad ni salvarse solo; pues la vida individual de cada uno se entreteje con la de los otros, tanto en el pensar, como en el decir y en el hacer o dejar de hacer. De la misma manera que la vida personal de cada uno también entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal.

Lo mismo en el orden espiritual, nadie vive para sí mismo. La sana preocupación por la salvación eterna solo adquiere sentido cuando se vence el egoísmo y se preocupa también por la salvación de los demás.

La oración de intercesión de cada cristiano no es ajena para aquel o aquellos por quienes se ruega a Dios, ni siquiera después de la muerte. En la complejidad del ser humano, la gratitud para con quienes viven y para con los fallecidos, especialmente la misma celebración de la santa Misa por ellos, puede significar una ayuda en la purificación que necesitan, por lo cual rezamos por los difuntos y pedimos para ellos la felicidad eterna.

De hecho no tiene explicación el abandono u olvido en que caen tantos hermanos difuntos; lo que es una grave falta de caridad que cometen sus deudos.

Y todavía otra intercesión en la Misa es la súplica a Dios por todos los presentes: “Y a nosotros, pecadores, servidores tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de tus santos apóstoles y mártires… y acéptanos en su compañía, no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad”

Podría ser que no estemos habituados a rezar los unos por los otros, pero en cada celebración de la Misa lo hacemos. Por lo cual será útil preguntarse cómo se viven esas oraciones, qué conciencia tenemos de cada súplica, de cada plegaria… de modo que nuestra vida durante el día esté en consonancia con aquellos que hemos implorado en nuestra participación de la Misa.

 

(*) Monseñor

 

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