2020, el año maestro
Edición Impresa | 27 de Diciembre de 2020 | 07:11

Por SERGIO SINAY (*)
El afiche muestra a una mujer joven en la puerta de un shopping. Está cargada de bolsas y paquetes y se toma una selfie mientras sonríe de modo orgásmico. Es feliz. Acaba de saciar momentáneamente su sed de consumo. No necesita de nada ni de nadie más. En la era de las selfies la mirada ajena sobra. Como a Narciso, basta con verse reflejado en las aguas del lago de las selfies y enamorarse de uno mismo o una misma. El afiche se esparció por las calles en mitad de la semana. A través de él un banco incitaba a aprovechar descuentos usando para ello las tarjetas emitidas por la institución. En vísperas de Navidad, esa festividad que comenzó siendo religiosa y, en la sociedad consumista, terminó siendo pagana y vaciada de contenido, la vieja normalidad anunciaba de ese y otros modos que sigue viva. Que consumismo, narcisismo, y banalidad siguen marcando muchas vidas, mientras carencia, desigualdad y exclusión lo hacen con tantas otras. Acaso el furor pirotécnico que inevitablemente se desata en la Nochebuena y en el Fin de Año sea la metáfora más clara, estruendosa y patética de esa normalidad egoísta, existencialmente vacía, crudamente exhibicionista y competitiva. Cientos de miles de pesos tirados al cielo en pocos minutos, en el ejercicio de una catarsis ensordecedora, salvaje y maniática que no respeta a una fauna aterrorizada por la estupidez humana, ni a una flora quemada, ni a otros humanos (ancianos, enfermos, personas que buscan paz y recogimiento). Cientos de miles de pesos que serían útiles y necesarios puestos al servicio de la lucha contra el hambre, de emprendimientos solidarios, de experiencias de cooperación. Cuando se ha perdido la capacidad de razonar, de empatizar, de descubrir que somos partes de un todo al que mejoramos o empeoramos con nuestras acciones, estos argumentos suenan tontos, risibles, ingenuos. La vieja normalidad (tan tóxica en estos aspectos) se resiste a desaparecer. Tiene raíces antiguas y profundas.
LA OTRA NORMALIDAD
Con seguridad no es consumiendo de manera irracional, indiferentes a la presencia y a las necesidades de otros, atados a una ilusoria autosuficiencia, sumidos en la autocontemplación narcisista, como daremos luz a una nueva normalidad, a una normalidad en la que prevalezca el respeto por el planeta en que vivimos y por todos sus habitantes, los de todas sus especies, una normalidad en que la palabra prójimo recupere su uso y su sentido, en que cuando se hable de salud se tenga en cuenta a las personas como seres integrales y no como estadísticas que se acomodan según conveniencias, una normalidad en que mentir, tanto en las relaciones interpersonales públicas y privadas, como en la relación entre gobernantes y gobernados, sea una anomalía vergonzosa y con consecuencias para el mentiroso, una normalidad en donde haya trabajo y el trabajo sea una escuela de valores, una normalidad en que la educación no sea un campo de mezquindades políticas y sindicales sino el pilar esencial de una sociedad capaz de elaborar visiones comunes sin sacrificar la diversidad de su composición. Una normalidad en que el respeto por la diferencia (sea de culturas, de creencias, de orígenes, de etnias, de posiciones sociales y económicas, de elecciones personales e íntimas, de pensamiento político) sea un ejercicio cotidiano, una realidad palpable y no un discurso tribunero ni una postura para la foto.
Una normalidad de ese tipo no aparecerá de la nada, ni será producto de un pensamiento voluntarista o de un optimismo sin otro fundamento que el querer ser optimista (lo cual suele dispensar de hacer algo por la transformación de las cosas). Para plasmarse necesitará mucho más que alguna vacuna exitosa contra el coronavirus (suponiendo que esta existiera, lo cual se comprobará con el tiempo y no con los discursos ni con las manipulaciones políticas y económicas). Necesitará mucho más que buenas intenciones. No surgirá por sí sola en cuanto cese la pandemia, sobre cuyo manejo en el orden internacional y nacional muchas instituciones, organizaciones, gobernantes, dirigentes y especialistas (signifique esto lo que signifique) deberían realizar un examen de conciencia y una rendición de cuentas honestas y sinceras ante miles de millones de personas en todo el planeta. Ni examen de conciencia ni rendición de cuentas significan, vale aclararlo, auto exculpación. Nada más alejado de la verdadera y profunda noción de responsabilidad que la autojustificación.
APRENDIZAJES Y RESPUESTAS
Mientras tanto, y a pesar de todo, este fatídico 2020, absolutamente impensado e insospechado cuando 365 días atrás nos augurábamos un feliz año nuevo, nos deja algunas lecciones que quedan al alcance de quien quiera incorporarlas a su experiencia existencial. Son herramientas para una vida más significativa y trascendente, menos epidérmica y devoradora. No son aprendizajes obligatorios, tomarlos o no es una cuestión de responsabilidad personal. Hay quienes advirtieron esta posibilidad de aprendizaje y quienes solo están esperando el momento de volver a lo de siempre tras superar un síndrome de abstinencia. Se pudo aprender el valor de la mirada en la relación real y presencial con otro ser humano. Con medio rostro oculto tras un barbijo, los ojos que solo observaban pantallas e ignoraban presencias tuvieron que volver a mirar y a transmitir sensaciones, emociones, preguntas, respuestas. Se pudo aprender que la incertidumbre es lo único cierto en la vida (además de las leyes de la naturaleza, como la salida y ocultamiento del sol o la circulación de la sangre) y que, ante ella, nos confirmamos como criaturas que vinieron a la vida a dar respuestas ante las situaciones que esta nos plantea. Incertidumbre significa que la vida pregunta y que nosotros, seres interrogados, respondemos con nuestros valores, con nuestras decisiones y acciones, debiendo hacernos cargo de esas decisiones sin buscar culpables.
Se pudo aprender que el tiempo no es uno ni único y que transcurre de un modo diferente según nuestras actitudes, expectativas y propuestas. Se pudo aprender que, más allá de la distancia obligatoria a la que fuimos sometidos, existe una distancia necesaria en nuestros vínculos y relaciones. A veces necesitamos estar más cerca y a veces más lejos, y graduar esa distancia es una forma de sabiduría vincular. No se trata solo de distancia física, sino emocional y afectiva. Se pudo aprender así que no todos los vínculos tienen la misma importancia en nuestras vidas, que no es lo mismo estar juntos que amontonados ni estar lejos que alejados. Se pudo aprender el arte de la paciencia y comprender que lo importante no es esperar, sino cómo, qué y para qué se espera. Se pudo aprender que comunicarse y conectarse no son la misma cosa y que se puede estar conectado sin estar comunicado o que se puede poner la conexión al servicio de la comunicación. Hay quienes lo hicieron, otros simplemente entraron en una conectividad obsesiva. Se pudo aprender esto y mucho más dependiendo de cada situación, de cada experiencia, de cada vida. Pero acaso lo que vale para todos es que podemos abandonar el automatismo de los deseos de fin de año. No sabemos qué pasará. Pero es importante saber hacia dónde queremos ir y para qué. Eso nos pregunta 2021 desde su cuna.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"
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