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Héctor Rubini *
eleconomista.com.ar
El primer semestre del año pasado fue fundamentalmente deflacionario en los países desarrollados. La contracción de oferta provocada por la pandemia y las cuarentenas destruyó empleos y esto exigió expansionismo monetario para sostener la demanda y no bloquear la recuperación de la actividad poscuarentenas. Esto último parece encaminarse de manera paulatina, y sobre bases sólidas.
Sin embargo, varios factores están impulsando subas de costos, varios de ellos no previsto hasta no hace muchos meses atrás: a) la firme demanda y suba de precios de petróleo, gas y del costo de energía, b) los cuellos de botella logísticos por el atascamiento en los principales puertos de contenedores que difícilmente se alivien al menos hasta mediados del año próximo, c) el giro de China hacia una política de energía más en línea con objetivos ambientalistas, que está provocando persistentes cortes de suministro con efectos ya permanentes sobre la oferta mundial de una gran cantidad de bienes manufacturados, tanto terminados como semiterminados.
Los números del primer semestre de este año ya lo venían anticipando: la inflación (IPC) de Alemania (promedio mensual anualizado) fue de 6,9 por ciento y, en igual período de 2019, 3 por ciento. Para Estados Unidos 7,4 por ciento vs. 2,3 por ciento en la primera mitad de 2019. En Japón, 1,6 por ciento vs. 0,2 por ciento y para Reino Unido 3,7 por ciento vs. 1,5 por ciento.
La comparación arroja cualitativamente los mismos síntomas de aceleración para otros países. La inflación promedio mensual anualizada del primer semestre de este año de Canadá fue de 6,2 por ciento, y dos años antes, 4,2 por ciento. En el caso de Australia 2,8 por ciento vs. 1,5 por ciento en el primer semestre de 2019. En España 5,2 por ciento vs. 0,9 por ciento, y en Italia 3,2 por ciento vs. 1,6 por ciento.
¿Habrá alguna reversión en el corto plazo? La respuesta prevaleciente en los mercados es negativa, y respecto de la política monetaria de los bancos centrales se espera alguna reacción más hacia el abandono de la complacencia del año pasado y la actitud “expectante” de este año.
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En el corto plazo, el factor más preocupante es la suba del precio del petróleo: las expectativas son alcistas y no se descartan en breve cotizaciones más en torno de U$S 90 por barril que de U$S 80. Y las expectativas de ajustes alcistas de tasas de interés se tornaron más generalizadas a partir de la caída del gigante Evergrande en China y la anticipación de Wall Street: si bien las acciones mantienen la tónica alcista, la tasa de los bonos a 30 años parece tender a ubicarse bien por arriba de 2 por ciento en breve.
El significado es más que evidente: se están ajustando las expectativas de inflación a la suba, en línea con la combinación de la triple “llave” de recuperación de demanda de bienes, restricciones y demoras en las cadenas de suministros y empuje de costos en presencia de un “sobrante monetario” heredado de la pandemia.
La digestión de este menú llevará no menos de un año. Implicará mayor inflación y tasa de interés más altas. No será la “gran estanflación” de los años ‘70, pero todo dependerá del comportamiento futuro del precio del petróleo y del gas, del comportamiento de los mercados de crédito y de títulos públicos, y de las acciones y reacciones de los principales bancos centrales. La pandemia parece empezar a ir quedando atrás, pero la relativa tranquilidad de los años de la “Gran Moderación” también.
Se vienen varios trimestres de mayor inflación y volatilidad de los tipos de cambio y de los flujos de capitales internacionales. La gran incógnita es si esto beneficiará o perjudicará a los países emergentes y en particular al nuestro. En principio esto podría complicar el financiamiento para países emergentes de alto riesgo. Una señal de alerta que no deberá subestimarse, sobre todo si se demora en demasía el cierre de un acuerdo con el FMI para reprogramar los vencimientos a pagar en los próximos tres años.
*Economista de la Universidad del Salvador (USAL)
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