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El reciente atentado sufrido por el estadio de Estudiantes, en el que personas desconocidas arrojaron dos bombas Molotov, no hizo sino refrendar la ya pretérita evidencia de que el fútbol sirve para que muchas personas den rienda suelta a una violencia tan peligrosa como desquiciada. Y una vez más obliga a las autoridades responsables, así como también al conjunto de la sociedad, a ponerle punto final a estas muestras de irracionalidad.
Tal como se informó, una de las puertas del Estadio UNO fue vandalizada con dos bombas molotov que detonaron sobre uno de los ingresos a la zona de palcos, plateas preferenciales y el restaurante que funciona al borde del campo de juego, sobre la avenida 1.
Según se pudo ver en las imágenes de las cámaras de seguridad del estadio, dos hombres se bajaron de un auto y las arrojaron. De inmediato se dio aviso a los Bomberos, que llegaron al lugar y apagaron el fuego.
Fuentes del club señalaron que la institución radicó la denuncia ante un Fiscal penal platense, que ya inició el proceso de investigación. El ataque quedó registrado en videos.
No es la primera vez que el Estadio UNO recibe este tipo de ataques.
Pero además, cabe consignar que hay sobrados antecedentes de violencia en el fútbol en nuestra ciudad. Se han producido reiterados incidentes entre grupos de hinchas de Estudiantes y de Gimnasia, con bataholas que han incluido cruces de disparos, pedreas, golpes de puño, con el saldo de personas heridas y detenidas.
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Se sabe que varios intentos de realizar pintadas suelen concluir en violentos choques entre barrabravas.
Desde hace muchos años existe una suerte de endémica disputa de espacios por parte de grupos de ambos clubes, que pintan con sus colores los árboles, los frentes de algunas casas, los cordones e inclusive graban leyendas agresivas o dibujan escudos de ambas instituciones en las calzadas platenses.
Debiera tenerse en claro que una cosa es la rivalidad deportiva, la pasión sana que origina el fútbol y otra, muy distinta, el accionar sistemático de patotas, con gente armada y dispuesta a cometer cualquier delito, que, además, se cree autorizada para embadurnar el mobiliario, las calles, las veredas y los árboles de la Ciudad y que, en oportunidades, protagonizan verdaderas batallas campales.
Las disputas “internas” por lugares de venta y de estacionamiento durante los partidos son otras de las actividades marginales.
Es mucho lo que se ha dicho de la violencia en el fútbol, subordinada en forma directa a la impunidad con que se vienen manejando los barrabravas en la mayoría de los clubes profesionales del país.
Existen probados ejemplos, dignos de imitar, como el que se presentó en Inglaterra para combatir a los temidos “hooligans” -hinchas que desencadenaron tragedias en varios estadios ingleses y europeos- hasta que en 1989, mediante a las decisiones conjuntas que adoptaron el Estado británico, la Policía, los clubes de fútbol y la empresa privada, lograron erradicarlos por completo.
En nuestro país debería impulsarse, de una vez por todas, la decisión política de extirpar de raíz el accionar de los barrabravas, tanto en los estadios como en otros lugares en donde suelen prestar, como se sabe, “servicios especiales” y en donde cuentan con inexplicables respaldos de personas “influyentes”.
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