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EZEQUIEL FERNÁNDEZ MOORES
Arrodillarse fue históricamente un gesto de reverencia, clemencia o sumisión. En el deporte, hasta el tradicional torneo de tenis de Wimbledon eliminó el protocolo que obligaba al campeón a inclinarse antes de recibir el saludo de la Reina o su representante. En el fútbol, solemos ver a jugadores o hinchas que imploran arrodillados rogando alguna ayuda divina en alguna instancia decisiva o agradeciendo a su Dios si hubo éxito. La historia del deporte recuerda imágenes inolvidables con el héroe de turno arrodillado en el momento de la cumbre, en comunicación divina, o íntima, hablándole también al familiar que ya no está.
Solo en los últimos años arrodillarse se convirtió en gesto de protesta. Lo logró el jugador de fútbol americano Colin Kaepernick, cuando en 2017 comenzó a reclamar arrodillado, cada vez que antes de un partido sonaba el himno nacional de Estados Unidos, en protesta porque la brutalidad policial mataba a ciudadanos negros en las calles de su país. Kaepernick explicó solo una vez (luego no quiso hacerlo más, simplemente mantuvo el gesto) que no se sentía identificado con la letra del himno, que había sido compuesto por un esclavista y que, en algunas de sus estrofas, glorifica además aquellos tiempos duros. Por eso, dijo, se arrodillaría cada vez que lo ejecutaran. Cuentan que Kaepernick se inspiró en Martin Luther King, cuando el líder negro se arrodilló pacíficamente en una célebre protesta de 1965. Pero la actitud de Kaepernick provocó furia nacionalista en Estados Unidos. “Es una falta de respeto a la patria”, dijeron muchos. “Y a los soldados muertos en combate”, gritaron otros, que aún hoy justifican invasiones a otros países en nombre de la “libertad”.
Kaepernick, como exigió en su momento el entonces presidente Donald Trump, fue efectivamente despedido de la liga del fútbol americano (NFL). No hubo sanción. Fue más sencillo. Lo dejaron sin equipo. Pero la brutalidad policial siguió en las calles del país y entonces cientos de miles comenzaron a imitar el gesto de Kaepernick. Y no solo en el deporte. Comenzaron a arrodillarse desde bomberos de una ciudad hasta coros escolares. Y miles y miles más, cuando salieron a las calles en diversas ciudades porque la represión seguía. Arrodillarse se convirtió en gesto global de protesta antirracista.
El fútbol lo incorporó luego en la Premier League. Sucedió también en medio de protestas sociales que provocaron derrumbamiento de estatuas centenarias en ciudades de Inglaterra, supuestos héroes o benefactores que, en rigor, habían sido además traficantes de esclavos y esclavistas. Se vieron además algunos episodios de racismo en algunas canchas. Y la Premier League, que tal vez tenga algunos dueños de clubes sospechados de traficar no esclavos, pero sí dinero de modo ilegal, decidió que había que estar a tono con los tiempos. Ordenó a sus jugadores arrodillarse y respetar un momento de silencio antes de cada uno de sus partidos. Aun hoy lo sigue haciendo.
Toda esta introducción intenta darle contexto al gesto de arrodillarse antes de cada partido que decidió el último viernes la Liga Profesional de Fútbol (LPF), en repudio al ataque contra jugadores de Aldosivi, el incendio de algunos autos tras la derrota del equipo en Mendoza contra Godoy Cruz, que complica cada vez más al equipo en su lucha por evitar el descenso. La protesta es una buena decisión. No hay que naturalizar la barbarie. Está bien reaccionar, aun cuando no se haya efectuado un gesto similar en casos más graves anteriores (¿vale más una vida que un automóvil?).
La forma del gesto, es cierto, llamó la atención. Haber adoptado un gesto global antirracista pero para protestar contra un fenómeno que tiene fuerte sello propio: las barras bravas. ¿Y si comenzaran arrodillándose, pero no protestando, sino pidiendo perdón, todos aquellos actores del fútbol, desde dirigentes a jugadores, que en algún momento protegieron a los barras? (No hablamos del miedo, lógico para quien tiene que ir todos los días al mismo lugar sabiendo que allí estarán esperándolo los fanáticos, hablamos de complicidad). No quitamos valor a lo simbólico. Pero sabemos que el gesto puede también enmascarar inacción. Porque es cierto que importan las formas. Pero importa más el fondo.
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