La tiranía que sufren, la discriminación y la lucha de las mujeres afganas

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Opinión Editorial

Cuando el 15 de agosto de 2021 los talibanes reconquistaron el poder en Afganistán, al que habían ya controlado con mano férrea entre 1966 y 2001, se advirtió desde muchos gobiernos y medios periodísticos del mundo que la llegada de ese régimen podía implicar, otra vez la puesta en vigencia de un sistema de convivencia retrógrado, muy duro en especial para las mujeres.

Pese a las seguridades ofrecidas por el nuevo gobierno islámico de que así no ocurriría, lo sucedido hasta ahora, lamentablemente, confirmó y superó esas predicciones. Hace pocas horas el gobierno de Afganistán dio una nueva vuelta de tuerca, al prohibir la presencia de mujeres en las universidades de ese país.

Al reabrir las casas de estudio en el país asiático luego de las vacaciones de invierno, sólo los varones pudieron volver a clases, pero, en cambio, se vio totalmente consolidado el veto para las mujeres. Ocurre que, en una situación que ya era profundamente discriminatoria, la mayoría de las universidades contaban con aulas segregadas por género, estableciéndose además que las mujeres sólo podían recibir clases impartidas por profesoras femeninas u hombre viejos. Ahora la prohibición les impide, directamente, ingresar a las casas de altos estudios.

Han sido muchos y muy heroicos los gestos de rebeldía frente a la discriminación que alcanza a todas las mujeres en la mayoría de las actividades laborales y sociales de Afganistán, no sólo en el ámbito de las universidades.

Cuesta decirlo, pero también las escuelas para mujeres se convirtieron forzosamente en clandestinas. Están fuera de la ley impuesta por los fundamentalistas. Y pese a estas actitudes y esfuerzos heroicos por educarse, cientos de miles de niñas, adolescente y jóvenes mujeres afganas se ven privadas de escolaridad desde el regreso al poder de los talibanes hace casi dos años.

Las mujeres de afganas están excluidas de la mayoría de empleos públicos y no pueden realizar largos trayectos sin la compañía de un familiar varón. También deben cubrirse enteramente en público, incluido el rostro, idealmente con el burka, un velo integral con una rejilla a nivel de los ojos, usada ampliamente en las regiones más aisladas y conservadoras del país.

Se sabe, asimismo, de la vigencia de la lapidación pública contra mujeres acusadas de mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio; la prohibición de usar maquillaje; la imposibilidad de hablar o estrechar las manos a varones que no sean su “mahram”, un protector o acompañante habitual; la prohibición de reír en voz alta y de usar tacos, que pueden producir sonido al caminar (el argumento es que un varón no puede oír los pasos de una mujer); la prohibición de subir a un taxi sin su mahram; la prohibición de tener presencia en la radio, la televisión o en reuniones públicas de cualquier tipo.

Es de esperar que de una buena vez los derechos humanos, que son de alcance universal y no excluyen a nadie, sean respetados en Afganistán, garantizándole a millones de mujeres las igualdades que con valentía reclaman y por derecho natural merecen.

Algunos sectores minoritarios que dicen defender los derechos de la mujer, para explicar su absoluto silencio pretenden argumentar que se trata de cuestiones relacionadas a la religión y cultura islámicas, pero lo concreto es que la discriminación de las mujeres en Afganistán ha sido condenada en todo el mundo, incluso en países musulmanes. Las tiranías, cuando existen, lo son en todas partes.

 

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