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Incendios, descarrilamientos, atentados y otras catástrofes. El petrolero que explotó en el Puerto La Plata y el ataque a las Torres Gemelas. Las dudas éticas del periodismo
El vuelo 175 secuestrado de United Airlines se estrella contra la torre sur del World Trade Center / AFP
MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE
¿Con qué palabras puede un cronista escribir sobre una inundación que sumerge a un pueblo entero como ocurrió con el de Villa Epecuén, devorado por el lago? O sobre el tsunami en Sumatra que en 2004 dejó 200.000 personas muertas. Y qué decir del ataque a las Torres Gemelas que cambió al mundo en 2001, con el saldo de 2.800 personas fallecidas, con muchas de ellas que sólo pudieron ser identificadas a través de los análisis de ADN.
Los periodistas de radio y televisión tienen de compañera simultánea a la transmisión que realizan. Imagen y sonido los auxilian, le dan asidero inmediato. Pero el que debe escribir una narración, el enviado desde una redacción, se enfrenta en soledad con desafíos inesperados, algunos de ellos –acaso los primeros- de carácter ético.
Qué decir frente a la angustia expuesta, frente a la desnudez del dolor humano. Por dónde empezar; hasta qué punto llegar; cómo terminar. Se los podrá ver después de haber estado en las puertas del abismo, solos en la redacción, a veces con la cabeza reclinada sobre el teclado como esperando la llegada de un duende que les dicte las palabras justas.
La Fundación Gabo, creada por Gabriel García Márquez, tiene cursos especiales para sugerirle a los cronistas cómo encarar una catástrofe. Allí apuntan a la necesidad prioritaria de no generar pánico, sin dejar de contar todo. No debe ser fácil lograr ambas metas.
La historia del periodismo nacional e internacional está llena de ejemplos admirables sobre la forma en la que algunos cronistas de diarios y revistas lograron reflejar con fidelidad la naturaleza de algún episodio que les tocó cubrir.
En Clarín trabajó como cronista policial –pero capacitado para cualquier sección- el periodista Emilio Petcoff, nacido en Bulgaria y muerto en Buenos Aires en 1994.
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Tenía una mirada de águila y escribía como el mejor poeta, inclusive cuando relataba crímenes espantosos. El periodista Rodolfo Palacios dijo de él: “Culto, autodidacta, periodista de raza, escritor compulsivo, lector minucioso, tipo con cafetín y calle, el búlgaro Emilio Petcoff era capaz de escribir sobre literatura rusa, ajedrez, del ejército alemán, de los tulipanes, de extraterrestres, de los oficinistas hastiados, de los tangueros, de las prostitutas, de las vedettes que en la temporada de verano en Mar del Plata asomaban firmes y sensuales, de política”.
Le tocó una vez cubrir una tragedia ferroviaria, un descarrilamiento en un pueblo bonaerense. Llegó al lugar y en el silencio del campo se encontró con un montón de hierros y maderas retorcidos. El primer cadáver, gigante, era el de aquel tren volcado.
Peatones luchan por ponerse a salvo mientras la primera torre se derrumba después de ser impactada / AP
Uno de sus compañeros de redacción contó después que Petcoff se preguntó por dónde empezar aquella crónica. Decir que había descarrilado un tren y que había muertos y heridos era convencional. “Empezaré por lo que me impresione más”, se dijo a si mismo.
De pronto vio en el segundo vagón destruido por el accidente un escarpín de un bebe apoyado en el marco la ventana de uno de los primeros vagones, Y su crónica central del descarrilamiento empezó por allí, por ese escarpín inexplicable y abandonado.
Otra vez, en 1980 debió cubrir un homicidio que fue resonante en nuestro país. Cuando vio el cuerpo de la víctima, comprendió que, como decía Roberto Arlt, hay que empezar la historia con un cross a la mandíbula de los lectores.
Y entendió también que, frente al crimen y al escarnio, se debe escribir como si uno fuera una suerte de apóstol loco, inspirado por Dios. O, acaso, por el Diablom dijo también Arlt. A la víctima del homicidio lo habían degollado, le habían cortado la cabeza y descuartizado el resto del cuerpo. El país hablaba de ese caso.
Tituló la crónica “Un rompecabezas” y así la inició: “Para que un hombre pierda la cabeza, existen variados y probados procedimientos entre los cuales pueden mencionarse la guillotina, la cimitarra o las mujeres, no necesariamente en ese orden. Pero el señor N.N. cuya fragmentación anatómica apareció en un basural cercano al Golf Club de Caseros parece haberse empeñado en destruir el axioma según el cual un ser humano no puede estar en dos lados al mismo tiempo: no solamente fue hallado en estado de acefalía, sino desprovisto de sectores corporales generalmente considerados útiles”.
El 11 de septiembre de 2001 se produjo, sin tal vez, el atentado terrorista más trágico de la historia. El mundo entero pareció detenerse frente a las pantallas de TV cuando pudo ver el choque de los aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York y cómo se desmoronaban las dos, como si hubieran estado hechas con cenizas.
Miles de millones de personas pudieron ver en vivo y en directo cómo los aviones cargados hasta el tope de combustible, comandos por seguidores fanáticos del líder de Al Quaeda, Osama Bin Ladem, le apuntaron a las Torres, las embistieron y las hirieron de muerte, mientras muchos de quienes trabajaban en ellas se arrojaban al vacío para ver si allí estaba la salvación. Aunque no lo estaba.
Frente al despliegue de la TV, qué decir. Cómo presentar la noticia al día siguiente. El periodista chileno Francisco Aravena en su artículo titulado “Crónica del día que cambio todo”, se anticipó a todos porque en su relato decidió subirse al primer avión que embistió a la primera torre.
El que debe escribir una narración se enfrenta en soledad con desafíos inesperados
Lo dijo así: “Era una mañana hermosa. La vista sobre la isla de Manhattan debe haber sido espectacular. El celeste furioso del cielo apenas salpicado de unas nubes de un blanco imposible, las torres orgullosas y omnipresentes coronando cualquier postal del sur de la ciudad. Para entonces, sin embargo, cuando la iconografía neoyorquina apareció demasiado cerca en sus vibrantes ventanas de resina acrílica, los pasajeros del Boeing 767 del vuelo American Airlines 11 ya sabían que todo iba muy mal”.
A su vez, el periodista español por Julio A. Parrado, al día siguiente del ataque decidió ir no a las ruinas de las torres sino al edificio cercano, que albergaba a los bomberos que habían trabajado y lo seguían haciendo en aquel desastre apocalíptico: “Bajo por Maiden Lane hasta las puertas del mismísimo infierno. A los lados quedan camiones de reparto perforados por ambos lados, patrullas policiales volcadas y coches apilados unos sobre otros. Antes de dar el paso final, me asomo al edificio del Nasdaq, reconvertido en un centro de atención de los equipos de rescate. Corpulentos bomberos se derrumban sobre la camilla víctimas de la asfixia. 300 de sus colegas yacen bajo los escombros. Al agente Luffing, de la policía de Nueva York, un irlandés de brazos de acero y cara de niño, ya no le preocupa el humo. Se fuma pausadamente un cigarrillo sobre la antigua recepción del Nasdaq, donde parpadea sin cesar una señal que repite “FIRE”.
Un pueblo entero, en Villa Epecuén, devorado por el lago / Web
El 27 de diciembre de 1944 se registró en el Puerto La Plata una tragedia inédita, con la explosión del petrolero San Blas cargado con 9 mil toneladas de petróleo crudo y si bien el saldo fue de sólo 17 muertos, el episodio pudo ser muchísimo más grave ya que los bomberos tardaron más de una semana en sofocar el fuego.
El episodio ocurrió a primera hora de esa fecha y el entonces director de El DIA, Hugo Stunz, pidió que escribiera toda la crónica Manuel Vega Segovia, uno de los periodistas más prestigiosos de la Redacción que, sin embargo, no había visto el incendio. “No importa, mándenme a los reporteros uno tras otro”, pidió. Vega Segovia empezó con los reporteros: “Contá pibe, contá... No te vayas por las ramas...”, los conminaba.
La crónica parece un parte de guerra escrito por Hemingway: “Esta madruada, minutos antes de la 1,25, una violenta explosión seguida de otras o repetida por el eco conmovió a la Ciudad. Durante varios minutos el cielo apareció iluminado hacia el este por un intenso resplandor y el público, que aquí circulaba salió de sus casas para averiguar lo que ocurría, tuvo en convencimiento de que había sucedido algo siniestro. Las llamas se veían claramente hacia la dirección de la Petrolera del Puerto”.
En ´tres horas escribió más de dos páginas del diario sábana. Para explicar aparecen de pronto metáforas maravillosas: “En la madrugada, salido de la caldera emergió por la chimenea un rayo inverso que ascendió unos 300 metros e iluminó el cielo de Berisso y Ensenada…”.
Vega Segovia fue también cronista parlamentario de El Día en la Legislatura. El palco de prensa de Diputados lleva su nombre. Sabía tanto de la vida y del reglamento que del cuerpo legislativo que, cuando se producía algún parate en la sesión, el presidente del cuerpo lo miraba a Vega Segovia, le hacía un gesto, ordenaba pasar a un cuarto intermedio y las autoridades junto con los presidentes de los bloques le pedían una suerte de dictamen o sugerencia a Vega Segovia, que les indicaba cuál era la solución prevista por el Reglamento para esos casos.
Y después volvería a su escritorio del diario y se ocuparía de la explosión del petrolero San Blas.
Una imagen de la explosión del petrolero San Blas / Web
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