Cuando el amor no trae instrucciones

La Loma

Tengo 47 años y una novia de 29. Hasta ahí, lo escribo y todavía me suena raro, como si lo estuviera contando de otro. No es culpa ni mérito de nadie: nos enamoramos, simplemente. El problema es otro y me tiene más desorientado que cualquier crisis de las que uno cree haber superado a esta edad. No sé cómo pedirle casamiento.

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No es que no quiera. Al contrario. Me imagino con ella, compartiendo una casa, discutiendo por pavadas, proyectando viajes que después se postergan y domingos de pasta en familia. Pero cada vez que pienso en el momento concreto, en las palabras, en el gesto, me paralizo. No sé si hacerlo de manera clásica me vuelve un tipo grande y previsible, o si intentar algo moderno me deja en ridículo. No sé si ella espera una rodilla en el piso o una charla simple en la cocina, mientras se enfría el mate.

Mis amigos, los de mi edad, se ríen y me dicen que no complique tanto algo que debería ser sencillo. Los más jóvenes me miran como si yo fuera de otra época y me sugieren ideas que no termino de entender del todo.

Yo, en el medio, siento que el problema no es la propuesta en sí, sino el miedo a no estar a la altura de su tiempo, de su forma de vivir el amor, de sus expectativas que no siempre me anima a preguntar.

Tal vez el casamiento no sea una pregunta espectacular ni una escena para recordar, sino una conversación honesta. Tal vez baste con decirle que quiero seguir eligiéndola, aun con mis dudas y mis torpezas. Escribo esta carta porque, a veces, decirlo en voz alta cuesta más que ponerlo en palabras en un diario. Y porque sospecho que no debo ser el único hombre que, a los 45, vuelve a sentirse un adolescente cuando se trata de amor.