Devenir de rencores, pérdidas y traiciones en Caballo de Verano

Hernán Ronsino escribe con la paciencia de quien sabe que cada palabra, cada pausa, cada silencio, importan. En Caballo de Verano, su primer libro de cuentos, esa precisión se despliega con la naturalidad de lo inevitable. La economía expresiva que ya marcaba su obra previa -las novelas que lo ubicaron en la tradición de Saer o de un Borges más terrenal- encuentra acá su versión más concisa y depurada. Es un libro de gestos mínimos, de violencias contenidas, de provincias que laten bajo una luz de siesta, un campo abierto, donde el tiempo parece detenido pero nunca lo está del todo.

Los cuentos de Caballo de Verano habitan un territorio que Ronsino ya había explorado en su trilogía pampeana (La descomposición, Glaxo, Lumbre): una llanura que se presenta con el espesor de una cartografía sentimental, donde las historias no empiezan ni terminan sino que se inscriben en un devenir de rencores, pérdidas y pequeñas traiciones. La gran virtud del libro es su capacidad para sugerir sin explicar, para construir atmósferas más que tramas. Se trata de lo no dicho. Ronsino escribe desde el borde, desde lo que queda fuera del encuadre, con una contención que recuerda tanto a la parquedad del Juan José Saer de En la zona como a la mirada oblicua de un Raymond Carver, escritor norteamericano, criollo.

La tapa del libro "Caballo de verano" de Hernán Rosino / Web

El cuento que da título al libro, “Caballo de Verano”, sintetiza bien la poética de Ronsino. Un relato que en apariencia es simple: la historia de un niño que presencia el desplome de un caballo en medio de una tarde tórrida. Pero la verdadera historia ocurre en los márgenes: en lo que no se dice, en la relación subterránea entre los adultos, en la amenaza latente que se percibe en el aire espeso de la siesta. No hay énfasis, no hay golpes de efecto: la tensión se construye a partir del detalle mínimo, de la elección precisa de un adjetivo, de la elipsis calculada.

Otros cuentos, como “El hombre que apagaba las luces” o “Las visitas”, juegan con la idea del fuera de campo. En el primero, la historia de un electricista que recorre el pueblo apagando focos de luz se convierte en una metáfora del paso del tiempo, de lo que se va extinguiendo sin que podamos evitarlo. En el segundo, una mujer espera una visita que nunca llega, mientras la ciudad se llena de rumores sobre un crimen que no se termina de esclarecer. En ambos casos, lo importante no está en lo que sucede, sino en lo que el lector intuye.

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El lenguaje de Ronsino es seco, quirúrgico, pero no por ello carente de lirismo. El autor elige las palabras sabiamente. Como en Hebe Uhart, hay en su escritura una atención a lo cotidiano que lo vuelve poético sin necesidad de subrayados. Y como en Leila Guerriero, hay una precisión casi obsesiva por la imagen y el matiz exacto. Pero si algo distingue a Ronsino es su capacidad para narrar desde la contención, desde la pausa. Sus cuentos se leen con la misma respiración entrecortada con la que se escucha un secreto contado en voz baja.

En definitiva, Caballo de Verano es un libro que confirma lo que ya sabíamos: que Ronsino es un escritor de los que entienden que la literatura no se trata de contar historias, sino de cómo se cuentan. Además del qué, el cómo. Y en ese cómo, en esa elección precisa de cada palabra, está la diferencia entre un cuento cualquiera y un cuento inolvidable.