Disciplina partidaria
Edición Impresa | 28 de Abril de 2025 | 01:53

Por IGNACIO SANTORO y SEBASTIÁN GRUZ
La pelea entre Cristina Fernandez de Kirchner y Axel Kicillof, detrás de los egos, chicanas y conflictos personales, resalta una tensión característica propia del peronismo, un movimiento verticalista y estatal: la lucha por la disciplina.
No, Disciplina no es solo una canción de Lali Espósito, es una de las características de los partidos políticos. Sin embargo, hay un punto de contacto entre el pop y la política: la disciplina partidaria es la motivación de los partidos políticos, porque ser exitoso no es solo ganar elecciones ni tener diputados y senadores que logren impulsar una agenda, sino también que todos voten lo que la dirección del partido ordena. En otras palabras, disciplina.
La disciplina es útil. Los partidos disciplinados generan más predictibilidad y orden a la negociación política. Cuando los partidos obedecen a una única voz, se reduce la cantidad de personas con las que es necesaria hablar para lograr un acuerdo, porque sabemos que si acordamos con el líder del partido o la bancada, detrás de ella o él hay un número importante de legisladores respaldando sus decisiones. No solo eso. Sabemos que el acuerdo entre partidos se cumple.
Si no hay disciplina el juego se pone en “modohard”. Aquellos que buscan apoyos para aprobar proyectos de ley, generalmente el gobierno, tiene que salir a conversar con cada actor, y genera una negociación más costosa. Además, podemos imaginar un mundo donde los legisladores buscan obtener su rédito personal en cada pieza de negociación, elevando el precio que piden por levantar la mano en favor de un proyecto de ley.
El Partido Justicialista es un bicho raro. Es un partido nacido a la luz de un líder cuyas consignas eran lo suficientemente flexibles como para pasar de la izquierda a la derecha sin perder apoyo de sus bases. Estos cambios hacen que pensar al peronismo a través de la ideología no sea la mejor forma de explicarlo. En cambio, hay una caracteristicaque se mantiene desde su nacimiento: el peronismo es un partido del poder.
Y se comporta diferente cuando tiene el poder que cuando está fuera de él. Cuando el oficialismo es disciplinado, obedece las direcciones de quien domina, el presidente, sea Carlos Menem o Cristina Fernández de Kirchner. Si el peronismo fuese una saga cinematográfica, la etapa de Alberto Fernández es esa película que desentona con el relato general del canon peronista.
A pesar de perseguir la disciplina, no todos los presidentes peronistas la ejecutaron de igual manera. Menem priorizó la zanahoria, alianzas con los gobernadores otorgándoles autonomía Provincial a cambio de apoyo a sus medidas en el Congreso. Néstor y Cristina Kirchner dieron zanahoria y garrote, fueron aliados de aquellos que se sometieron a la política pública nacional, pero sobre todo a la lapicera de la pareja presidencial para decidir quienes serían los candidatos a diputados y senadores. Es decir, el kirchnerismo buscó hegemonizar y controlar la política nacional y subnacional, mientras que el menemismo dio libertad a los gobernadores para administrar sus Provincias a cambio de apoyos en la nación.
EL PERONISMO COMO OPOSITOR
¿Qué pasa cuando el peronismo está fuera del poder? En esos momentos apagamos la radio (o Spotify) y la canción Disciplina de Lali deja de sonar. Cuando el justicialismo es oposición se parte en 24, uno por cada Provincia. Cada subunidad del peronismo juega su propio partido, negocia con el ejecutivo nacional y permite silencios o apoyos de sus contrapartes a presidentes de otro color político, como Mauricio Macri o Javier Milei. Es por eso que votar al peronismo tiene distintos significados dependiendo la Provincia que estemos situados. Por ejemplo, en la Provincia de Buenos Aires votar al peronismo es equivalente a votar a un férreo opositor a Milei, mientras que en Tucumán es difícil de distinguir de La Libertad Avanza.
Hay una novedad: el kirchnerismo. No es novedoso el ser una de las facciones al interior del peronismo, pero durante el mandato de Alberto Fernandez, este espacio político no aceptó las jerarquías y verticalismos característico del movimiento, no se disclipinó. No sorprende entonces que fuera del poder, Cristina Fernandez de Kirchner luche por dominar el partido y subordinar a las otras facciones en Buenos Aires y en todo el país. La sorpresa es que no alcanza con subordinar a los ajenos, sino también a los propios, como Axel Kicillof.
Esta interna de la interna no puede entenderse sin pensar en quién tiene la lapicera, quién decide los candidatos y los puestos del ejecutivo Provincial y el futuro del partido que siempre está al acecho del poder. Después de Alberto Fernandez es difícil imaginar un candidato a presidente sin autonomía.
La lucha por disciplinar al monstruo está empezando, el riesgo es que a diferencia de los shows de Lali, termine sin espectadores.
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