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Manuel García Arias
eleconomista.com.ar
Este mes, el Senado argentino podría sesionar y votar el proyecto de ley de “Ficha Limpia”, una iniciativa que busca impedir que personas con condenas judiciales por corrupción y otros delitos graves puedan ser candidatas a cargos electivos. Para muchos, esta ley representa un avance en materia de ética pública, lucha contra la corrupción y un gesto mínimo de coherencia democrática. Así lo entienden distintas asociaciones civiles, ciertos partidos políticos y la opinión pública, que en su mayoría se ha manifestado en favor.
El proyecto de ley establece que no podrán ser candidatos ni ocupar cargos públicos aquellos que hayan sido condenados en segunda instancia por delitos como cohecho, tráfico de influencias y otros relacionados con la corrupción. La iniciativa busca garantizar el principio de idoneidad en el ámbito electoral y en la gestión gubernamental.
La Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto el 12 de febrero de 2025, con 144 votos afirmativos, 98 negativos y 2 abstenciones. La votación contó con el respaldo de La Libertad Avanza, el PRO, la UCR, Democracia para Siempre, el grueso de Encuentro Federal, la Coalición Cívica, Innovación Federal y otros bloques menores. Los votos en contra provinieron principalmente del bloque Unión por la Patria y representantes de la izquierda, quienes argumentaron que la medida podría vulnerar derechos constitucionales y ser utilizada como un instrumento de proscripción política.
El escenario en el Senado trae sus complicaciones. No es la primera vez que buscan sesionar e incorporar este proyecto en el orden del día. Mi hipótesis es clara: el oficialismo, más allá de lo que vote en el recinto, intentará dilatar, relativizar y postergar al máximo su reglamentación, que corresponde al Poder Ejecutivo, y su implementación/aplicación. ¿Por qué? Porque la figura de Cristina Fernández de Kirchner -procesada, condenada en primera instancia, pero aún sin sentencia firme- sigue siendo el eje de una estrategia electoral basada en la polarización.
Esta lógica no es nueva. Durante el gobierno de Mauricio Macri, en 2017, se promovió el desafuero de Cristina en el Senado, argumentando la necesidad de que enfrentara a la Justicia sin privilegios. Sin embargo, paralelamente, se ordenó desde el oficialismo cajonear/retrasar causas judiciales que la involucraban con el objetivo de mantenerla en el centro del debate político y utilizar su figura como símbolo del “mal” que debía evitarse. Esta estrategia buscaba traccionar votos mediante la polarización, presentando a la expresidenta como la encarnación de todos los males de la Argentina.
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Como dije, no es nuevo. Tampoco exclusivamente argentino. Es la misma lógica con la que Estados Unidos mantiene viva su retórica sobre Cuba o Venezuela. No porque busque realmente acabar con esas dictaduras, sino porque le sirven como símbolos funcionales para reafirmar su propio relato democrático y su hegemonía internacional. Necesita de un “otro” que encarne el mal, el fracaso del socialismo, el autoritarismo; y ese otro debe seguir existiendo, porque su desaparición pondría en crisis una parte del andamiaje ideológico estadounidense.
En Argentina, CFK cumple un papel similar para el oficialismo, el PRO y la UCR: es el fantasma que asusta a las clases medias, que permite sostener la narrativa del “ellos o nosotros”, aun cuando el país se desarma entre desempleo, inseguridad y pérdida de sentido colectivo.
No se trata, entonces, de si la ley es buena o no. Tampoco de si tiene apoyo social. El punto es que su implementación se juega en otro plano: el de la conveniencia política. Y ahí, el oficialismo ha demostrado tener una enorme capacidad para apropiarse del discurso republicano cuando le conviene y para vaciarlo de contenido cuando lo necesita; en otros términos, ha adoptado el pragmatismo como forma de hacer política.
Este modo de operar no es exclusivo del actual oficialismo, sino que forma parte de una matriz política populista que se ha instalado en Argentina desde hace décadas. Se trata de una lógica binaria y simplista, donde el debate público se reduce a una confrontación permanente entre “el pueblo” y “el antipueblo”, entre patriotas y traidores, entre buenos y malos. No importa la política pública en cuestión ni su viabilidad.
En esa dinámica, cualquier intento de institucionalizar criterios de transparencia o de despersonalizar el conflicto político tiende a fracasar o a quedar atrapado en la lógica de la confrontación populista; porque para el populismo —en sus versiones de derecha o de izquierda— lo esencial es mantener viva la tensión, el enemigo y el clivaje. La Ficha Limpia puede ser una buena ley, pero en este esquema político, lo que verdaderamente importa no es limpiar la política, sino seguir embarrando al adversario.
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