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SANDRA CORNEJO
El nacimiento (el lugar de la madre), ese territorio del cual nunca podemos desprendernos (ni aún envejecidos), es el espacio al que regresa Gustavo Caso Rosendi para empezar a reparar una historia. Recuerda y, al recordar, va enmendando un lazo cuyo cordón anuda mucho más allá de los años.
Mientras leo Lucía sin luz, su reciente libro, no puedo evitar la aparición inconfundible de otra obra de arte sobre el mismo tema: Madre e hijo, un film del ruso Aleksandr Sokúrov. En el film, de neblinosa fotografía, de largos silencios, de profundos contactos y descarnada ternura, se transita la reunión de dos seres preparándose, en absoluta soledad y despojo, para la despedida. Como en el film, en este libro, el hijo arropa a la madre, le canta una nana, la acuna. Aquí, sin embargo, el hijo ha sido siempre el padre de la madre, porque la madre (que fue todo el mundo para el hijo) lo dejará desde muy temprano con sus dudas, sin certezas, sin indicios.
Desde una constelación de palabras, quien ya es un hombre le pregunta a la madre: “¿A dónde queríamos llegar que no hemos llegado?” Es el tiempo de la enfermedad, de la vejez. Sin lucidez, caminan juntos “con dificultad de siameses”. Van de cueva en cueva, con los interrogantes que inquietan al hijo, mientras arrulla, mientras inventa una escafandra o una pala, y cava en la memoria, para que la madre vuelva a estar y sea hermosa.
En este libro estremecedor, Gustavo Caso Rosendi transforma lo que no fue un encuentro en la vida en un reencuentro en la escritura. Como en “Soldados”, y ya convertido en un poeta de la primera línea de su generación como apunta Leopoldo Castilla, en “Lucía sin luz”, otra vez, el sufrimiento lo lleva a abrigarse con la poesía. Se expone con total orfandad frente a la vida y la muerte, ante las últimas preguntas, cuando sólo una imagen, un gesto, un tono, pueden responder. La complicidad del instante. La levedad.
Una relación compleja se torna en este libro un canto. Un canto agrio, oscuro, pero canto al fin, hondo, inagotable. Ante la pérdida, ante el vacío de lo que estuvo y ya no está, el hombre que fue el niño, el hijo que fue el padre, se resguarda en una poética de enorme claridad. Proclama lo perenne sobre lo hostil. Escribe porque necesita del abrazo, porque ante el muro, con esmero, gesta con su lenguaje un árbol, un jacarandá, sobre cuyas ramas verá la sonrisa de su madre, que es decir el sol.
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