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Así como la Selección de Bélgica es una de las cinco o seis de recambio generacional más virtuoso entre Mundial y Mundial, el trazo grueso de sus posibilidades de dar el gran golpe en Qatar se fincan en la cabeza y en los pies de Kevin De Bruyne, el pelirrojo que semana a semana brilla en Manchester City.
A grandes rasgos, De Bruyne, “Ginger Pelé”, consta en el selecto grupo de los futbolistas de entre 25 y 32 años que en Qatar podrían saltar a cumbres inéditas y gozar del específico reconocimiento que dan los Mundiales.
En su caso, además, por el acumulado de deseo que representa no haber brillado ni en el Mundial de Brasil ni en la Eurocopa 2016 en París y de haber llegado a un nivel aceptable en Rusia 2018, pese a un meritorio tercer puesto de su equipo.
En Qatar “Los Diablos Rojos” participarán en el Grupo F con Canadá, Marruecos y Croacia.
Nacido en Drongen, Gante, el 28 de junio de 1991, De Bruyne jugó al fútbol desde que tiene memoria, sea en su tierra natal como en sus siempre recordadas vacaciones en Earling, Inglaterra, o en África, de forma especial en Burundi y Costa de Marfil.
En África había nacido su madre y en Inglaterra había una sucursal de la compañía petrolera de su familia y de ahí que su infancia no tenga el menor punto de contacto con la de miles y miles aspirantes a futbolistas que atesoran la esperanza de encontrar una vía de ascenso social.
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Kevin De Bruyne era un niño más o menos dichoso que soñaba con brillar en la Premier League, un supremo objetivo al que llegaría por lo menos una década después de radicarse en Genk, a cuya academia se incorporó a los 14 años, alejado de su familia y forzado a desenvolverse como un adulto hecho y derecho.
“Vivía en la casa de una familia, aprendía a cocinar, a conducir un automóvil, a otras cosas y también a administrar mi dinero, lo guardaba para mis vacaciones, era feliz”, evoca De Bruyne en su autobiografía, “Keep it simple”, algo así como “Mantenlo simple”.
Hijo de un hombre de negocios y de una ingeniera petrolera, el pelirrojo compadre del Kun Agüero en el Manchester City gozó de rango de crack desde bastante antes de debutar en Primera, a los 18 años, con el Genk, aunque no la pasó nada bien en su desembarco en la Premier con la camiseta de Chelsea.
En Stamford Bridge jugó poco y mal, José Mourinho lo tuvo a maltraer (”Kevin, no entrenas bien y por eso irás a la banca”,) la prensa especializada dudó de sus buenas aptitudes, el sueño devino pesadilla y recién volvió a subirse al tren de su buena estrella cuando Wolfsburgo pagó por sus servicios 21 millones de euros y durante un buen tiempo la Bundesliga fue su lugar en el mundo.
Dinámico, participativo, atrevido, con gambeta de dos perfiles, gran remate y alma de conductor, raro hubiera sido que De Bruyne se perdiera en las brumas de la mediocridad.
Y así fue: Manchester City compró su ficha en 74 millones de euros y ha pagado con creces: a lo largo de 325 partidos convirtió 89 goles, sirvió otros 134 y se ha revelado, sin más, como un protagonista sideral del equipo acostumbrado a sostener el piolín más alto en la exigente Premier League y coronar seguido.
En su selección, la de Bélgica, Los Diablos Rojos, debutó con 19 años y de momento tiene números de 25 goles y 46 asistencias en 93 partidos.
Dicen algunos sabios de la cátedra, que todo muy bien con Messi, con CR7, con Mbappé, con Neymar, pero que el de Qatar será el Mundial del belga del dorsal número 7.
“Soy un luchador”, advierte De Bruyne.
Y lo es, por cierto que lo es: vivió solo desde niño, sobrellevó su traumático paso por la liga inglesa, una mononucleosis que en 2010 lo mantuvo más de dos meses alejados de las canchas y tres años después el doloroso golpe que significó descubrir que su novia, Caroline Lijnen, lo engañaba con uno de sus mejores amigos, Thibaut Cortouis, ex compañero en el Genk y en el Chelsea y en la Selección.
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