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Eichmann en La Plata: el nazi que criaba conejos

Durante casi dos años, de principios del 55 a fines del 56, el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann -ideólogo de la llamada “solución final” que exterminó a seis millones de judíos- vivió y trabajó con identidad falsa en una granja de Joaquín Gorina. Allí, sin que nadie conociera su pasado de horror, el antiguo funcionario del Reich criaba gallinas y conejos de angora

Facundo Bañez

Facundo Bañez
facundogb@eldia.com

8 de Enero de 2023 | 03:14
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Lo primero que recuerda es la recompensa.

-Pero eso fue después –aclara enseguida-, cuando él ya se había ido. Eran rumores. Decían que todavía estaba acá, escondido en la granja. Y que pagaban una recompensa al que lo atrapara. Me acuerdo bien. Mi hermano Ismael, que era más grande, iba siempre para esos lados. Iban varios; todos chicos del pueblo, el piberío. La granja del asesino de judíos, así le decíamos.

Norma Matías nació en Gorina en 1945 y tenía diez años cuando el asesino de judíos comenzó a trabajar en una granja de la zona. Pero para entonces nadie le decía así y en el pueblo muy pocos lo trataban.

-Casi segura que estaba al otro lado de las vías -arriesga-. No había muchas granjas así: tenía conejos. Un montón. De los conejos me acuerdo perfecto.

***

A comienzos del 55, unos siete años antes de que fuera condenado a la horca en Tel Aviv, el criminal de guerra nazi Otto Adolf Eichmann -ideólogo de la llamada “solución final”- se ocultaba en Argentina bajo el nombre de Ricardo Klement y pasaba sus días en Buenos Aires de fracaso en fracaso.

Había llegado en 1950 y, desde hacía poco más de dos años, lo acompañaban su esposa Vera -aquí Verónica- y sus tres hijos: Klaus, Horst y Dieter. Venían de vivir en Tucumán tras el quiebre de la compañía CAPRI -una empresa de proyectos hidroeléctricos fundada por el adepto al nazismo Horts Carlos Fuldner- y alquilaban barato un piso amueblado de la zona de Olivos, en la calle Chacabuco, donde de las puertas para afuera Klement no era el padre de nadie sino el tío Ricardo.

Aunque era conocido entre la comunidad nazi del país y en Tucumán ya había alardeado de sus horrores ante algunos compatriotas -incluso se dejó fotografiar por su compañero en la CAPRI Gerhard Klammer, quien lo terminaría denunciando años después ante las autoridades alemanas-, en Buenos Aires estaba al tanto de la búsqueda que llevaba el cazanazis Simón Wiesenthal al otro lado del mundo y prefería cultivar el perfil bajo.

O el perfil bajo, como creen algunos, prefería cultivarlo a él.

Sea cual sea la razón, lo cierto es que era una vida pobre y anónima la que le tocaba llevar, muy alejada del bienestar y el lujo que disfrutaban en ese período otros nazis radicados en el país. En los últimos meses, tras volver de Tucumán, el responsable de muertes a escala industrial y viejo fanático de las teorías raciales había probado varios negocios y en todos había fracasado: la venta de jugos de fruta, el arreglo de calefones y motores de auto y hasta el lavado de ropa en una tintorería que abrió con los últimos ahorros que le quedaban.

Además de Fuldner, quien lo había contratado en la CAPRI, otro de los compatriotas que solían apadrinarle la clandestinidad y ayudarlo para que no cayera en la miseria era su kamaraden Franz, un antiguo militar condecorado con la Cruz de Hierro y conocido en estas tierras, luego de fugarse de Europa, como el auténtico custodio del oro nazi llegado al país.

Su nombre completo era Franz Wilhelm Pfeiffer y, confiado de la indulgencia con la que la administración de Konrad Adenauer trataba a los nazis, estaba empecinado en volver a su Alemania natal -donde moriría en 1994– y necesitaba alguien de confianza que le manejara su nuevo emprendimiento: un criadero de conejos de angora en Joaquín Gorina, un pueblo desconocido y rural cercano a La Plata.

El periodista y escritor Álvaro Abós, autor -entre otros títulos- de Eichmann en Argentina, describe esta etapa como la más desconocida de la estadía del nazi en el país. “Las huellas dejadas por Eichmann en este periplo argentino son tenues -dice Abós–. Estaba realmente hundido en el anonimato de la urbe. La pobreza es anónima. Ese fue el hallazgo de Adolf Eichmann y su aporte al arte de pasar inadvertido y eludir a los captores: la clave del éxito para un perseguido que quiere desaparecer no es la distancia, sino la invisibilidad”.

Las tierras donde Pfeiffer tenía montado el criadero las compartía con otro alemán que, según las versiones, había hecho una fortuna con la industria de las griferías en el país y ahora también soñaba con volver a su patria.

Para Eichmann, que estaba cerca de los cincuenta y arrastraba un largo rosario de fracasos, era una oportunidad casi imposible de rechazar. Lo suyo no era cruzar el océano -al menos por ahora- sino perderse tierra adentro hasta hacerse indetectable. El trabajo imponía pasar toda la semana lejos de casa pero la paga lo valía: 4.500 pesos al mes, el equivalente a mil marcos alemanes de la época y bastante más de lo que había sacado como vendedor de jugos o tintorero.

Llegado marzo, luego de coincidir con su esposa en que sería seguro y, dadas las penurias económicas, lo más conveniente, comenzó a trabajar de granjero en Gorina y se hizo así -al menos también por ahora- un poco más invisible.

***

De aquellos días donde el Provincial pasaba detrás de su casa, estridente y legendario en la llanura, Graciela Ramírez Gronda atesora el sonido de la locomotora y cierra los ojos como si aún la pudiese ver.

-¿Quién puede no extrañar el tren? -se pregunta, ladeando la cabeza-. Y no sólo el tren. Todo, te diría. Gorina era un paraíso. Si mirás lo que están haciendo ahora dan ganas de llorar. Se talan árboles y el humus se cubre de cemento por el afán de hacer dúplex y barrios cerrados. La avaricia por lotear y la falta de planificación municipal están destruyendo lo que eran tierras fértiles del cinturón hortícola. Te juro: dan ganas de llorar.

Graciela tenía dieciséis años cuando Eichmann era uno de los tantos granjeros que vivían a pocas cuadras de su casa, pero recién lo supo mucho tiempo después, ya de grande, cuando un familiar leyó el dato en el diario y le soltó con ironía y tono avispado: “Qué lindo vecinito que tenías vos”.

A partir de ese momento hizo lo que hace con cada cosa que ocurre en Gorina: interesarse. Buscó en internet, indagó entre conocidos de la época y recorrió por las tardes los terrenos linderos a las viejas vías del Provincial, donde la memoria y sus deducciones le hacían suponer los posibles lugares del criadero.

-Está claro que no es una figura que merezca el menor respeto -dice, alzando las cejas en gesto de obviedad-, pero estuvo acá y es parte de la historia. En esa época, no tengo dudas, nadie podía imaginar que uno de los mayores asesinos de la humanidad vivía entre nosotros.

Está sentada en el mismo living donde oía el silbar el Provincial pero el sonido de afuera le dificulta los buenos recuerdos. Dice que la memoria tampoco ayuda todo lo que quisiera, aunque recuerda bien la época en que Eichmann vivía por la zona.

-Verano del 56 -precisa-: el año de la epidemia de polio. Me acuerdo porque en el país era de lo único que se hablaba.

A lo lejos suena una motosierra y la expresión de Graciela queda sumida en un gesto que oscila entre el espanto y la incredulidad. Luego niega y sonríe con resignación.

-El verano de Eichmann en Gorina pasó en otra vida -retoma, algo tristona y tratando de no oír los ruidos de la calle-. Ya casi no quedan vecinos de esa época. Los que por ahí tenían más información o los que llegaron a tratarlo ya se murieron.

En esos años los pocos negocios que funcionaban eran el almacén y bar de Castillo y la despensa de Ouviña, cerca de la Sociedad de Fomento. Las quintas y los invernaderos fluctuaban en una planicie de horizonte abismal y, si uno miraba hacia el sur, en dirección a la ciudad, podía verse con claridad el techo puntiagudo y lejano de la Catedral de La Plata.

-¿Quién lo podía buscar acá? -se pregunta Graciela-. Las tardes eran tranquilas, muy tranquilas, y las noches eran a la luz de la vela porque la baja tensión apenas alcanzaba para la heladera o un ventilador.

Su tarea para obtener información y reconstruir el pasado no se reduce al periplo de Eichmann por el pueblo. Al contrario: es parte de una labor solitaria que se remonta a mediados de los años noventa, cuando comenzó a recopilar documentos, fotos, notas periodísticas y hasta cartas con la vida del pueblo y sus hechos más recordados.

-Me gustaría preparar algo para el año que viene -dice-, cuando se cumplan los cien años de Gorina.

Su casa aún da a las vías del ferrocarril pero el descampado del ramal ya fue construido. Cerca, bajo los mismos árboles, funcionaba en el 56 la fábrica Andes Textiles e Hilados, la tejeduría, cuyos galpones enormes vibraban desde la mañana hasta casi la noche al ritmo de las enconadoras. Lo que queda ahora de esa fábrica y sus naves de hormigón es una barriada donde la torre histórica, ya sin su viejo molino, fue tapada por una construcción de ladrillos huecos y a medio terminar.

-Era un paraíso y había trabajo -recuerda Graciela, como si una cosa fuera parte de la otra-. En las quintas la mayoría eran inmigrantes. Italianos, españoles, de muchos lados venían. Trabajan e iban en carros y camiones a las ferias. Autos casi no había. Todo era en bici. Por eso estoy segura de que el criadero de conejos estaba al otro lado de las vías. De este lado, me acuerdo bien, la mayoría eran quintas.

***

Era un trabajo que conocía de sus días en el brezal de Luneburgo, a fines del 48, cuando se hacía llamar Otto Henninger y simulaba ser un simple campesino de esos bosques del norte de Alemania. También, lo podía considerar, era una forma de cumplir el viejo deseo de dedicarse de una vez y para siempre a la agricultura, aunque esa idea -comentada más de una vez a sus camaradas en Polonia- incluía vivir en la mítica Bohemia, cerca del río Elba, y no en un pueblo perdido de la pampa argentina.

Gorina era entonces un páramo de calles de tierra y ripio al que muy pocos conocían y cuyo único transporte público era el Ferrocarril Provincial. Las casas tenían terrenos sin alambrar y convivían entre gallineros y sembrados que figuraban infinitos. Las arboledas del tamaño de plesiosaurios, crecidas como islas verdes entre la llanura y sus quintas, no eran tan distintas a los enebros boscosos de su lejana Alemania, en la Baja Sajonia, y de algún modo, también lo podía considerar el ex SS, ayudaban a que los rastros de su vida en estas tierras fuesen aún más secretos y recónditos que en aquel paraje remoto de la ciudad de Bergen.

Cada lunes cumplía la rutina de viajar bien temprano desde la estación Bartolomé Mitre hasta Avellaneda y, desde ahí, siempre con sus lentes pantos y un andar desapercibido, subirse al Ferrocarril Provincial que lo dejaba antes del mediodía en la estación de trenes de Joaquín Gorina. Era un viaje que repetía a la inversa los viernes al final de la tarde, cuando cerraba “la estancia”, como le decía al criadero, y volvía a su casa de la calle Chacabuco a pasar los fines de semana en familia.

Para su estadía en el pueblo eligió llevarse su violín de las tardes y una edición en español de Breviario del odio, del historiador francés León Poliakov y publicada en Buenos Aires por el sello Stilcograf el año anterior. Al primero solía arrancarle melodías gitanas o sonatas de Schubert y al segundo lo subrayaba con el rencor y la vileza que le despertaban las recientes denuncias contra el nazismo.

Unas diez cuadras separaban la estación de trenes del criadero de conejos y las recorría siempre bordeando la vía, en dirección norte y por el camino zanjeado que en esos años corría paralelo al ramal.

No era tan exagerado que lo llamara “la estancia”: eran tres hectáreas cuyo interminable camino de entrada, al pasar los corrales y las conejeras que se levantaban a un costado, daba a un monte de fresnos y a una casa de tejas que desde la tranquera apenas se veía. Aunque nadie le dijera así ni tuviese palmeras que la identificaran, figuraba en los papeles con el nombre de “Siete Palmas” y, además de un silo pequeño y de unos pocos caballos que pastaban sueltos, tenía un horno de ladrillo, un corral con cobertizo donde ponían huevos cerca de cinco mil gallinas y, en los jaulones de alambre que flanqueaban el camino principal, apretujados como en una alfombra de peluche, un millar de lanudos conejos de angora.

Los beneficios de esos animalitos blancos eran bien conocidos por el antiguo criminal. Más de una vez, en tiempos de guerra, había oído del propio Heinrich Himmler las historias sobre el Proyecto Angora, un programa mediante el cual el ya muerto reichsführer mandó a levantar criaderos de esa especie junto a los campos de exterminio con el propósito de obtener lana y hacer ropa de abrigo para el ejército alemán. Ahora, le habían aclarado, no era la industria peletera el fuerte de los conejos -cuya carne también se utilizaba- sino la inagotable cantidad de excrementos que producían y que eran vendidos como abono para los cítricos del país.

Acaso no tan distinta a la vida rural de Altensalzkoth, en la Baja Sajonia, aquí su rutina iba de aprender a realizar la esquila -que se hacía unas cuatro veces al año- a cumplir con la tarea cotidiana de alimentar animales, limpiar las jaulas y juntar su excremento con la ayuda de peones que lo acompañaban por las tardes. Si alguna vez se había ufanado de planificar y de supervisar en persona el transporte de millones de seres humanos a través de ferrocarriles cuyo destino era la muerte, ahora el ex teniente coronel tenía bajo su dominio un campo donde las únicas muertes programadas eran las de las gallinas y los conejos que lo escuchaban tocar el violín.

La filósofa y escritora alemana Bettina Stangneth, reconocida por su obra sobre el antisemitismo, habla de esos días en Joaquín Gorina como una etapa bastante ignorada para los investigadores pero, sustentada en los documentos de la época, advierte sin embargo que fue allí donde el criminal de guerra nazi realizó de manera planificada y casi obsesiva una tarea que nada tenía que ver con la de un criador de conejos.

En Gorina, revela Stangneth, el verdadero trabajo de Eichmann estaba de noche y a la vista de nadie.

 

 

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eichmann en Gorina, con uno de los conejos de angora que criaba / web

El ex ss fue responsable del exterminio de seis millones de judíos / web

Sin saberlo, Graciela Ramírez gronda era una de las vecinas de la granja de eichmann (foto: Gonzalo calvelo). A la derecha, una imagen del ex ss en los días en que trabajaba en Tucumán

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