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"Mi hijo me enseñó la gran lección de mi vida"

Alejandro Vargas fue a Malvinas y no volvió. Podría haberse negado

"Mi hijo me enseñó la gran lección de mi vida"

Salvador Vargas muestra una foto de su hijo Alejandro y recuerda las cartas que le enviaba desde Malvinas

2 de Abril de 2008 | 00:00
"¿Y qué le iba a decir? Si era igual que yo. `¡Ni loco hago eso, papá!', me dijo y fue la última vez que hablé con él". Así recuerda Salvador Vargas, con los ojos secos y enrojecidos, la respuesta que su hijo le dio hace 26 años, cuando él le pedía que no fuera a combatir en Malvinas.

Alejandro había quedado libre en la baja de noviembre de 1981. Fue por una cicatriz en la planta de su pie derecho que se había abierto e infectado. Un médico del Hospital Naval donde fue atendido le extendió un certificado que decía "no apto para usar borceguíes reglamentarios". Y por eso, durante los dos últimos meses de "colimba", usó zapatillas de goma.

El viernes 2 de abril, la noticia de que la Fuerza Armada Argentina había tomado las Islas encontró a la familia Vargas en su casa de Monte Grande. Estaban preocupados, pero sabían que Alejandro podría "zafar" por su herida en el pie.

Clic para ampliarLa Semana Santa se acercaba. Salvador y Norma, su esposa, se disponían a pasar el fin de semana largo en Necochea. Cuando se estaban yendo de viaje a la madrugada, Alejandro llegaba de una fiesta. Lo intentaron convencer para que fuera con ellos, pero no quiso. "Prefirió quedarse con los amigos. Era un vago, pero un vago bueno", relata Salvador, quien todavía se ve parado al lado de su coche, a punto de arrancar, sin imaginar entonces que ésa sería la última vez que vería a su hijo.

"Papá, llamalo a Alejandro urgente. Recibió una citación del Regimiento de Infantería N° 7 de La Plata para ir a la Guerra y se va a las cinco de la tarde", fue el mensaje que Laura, la hermana mayor, había dejado en el departamento donde el matrimonio Vargas se alojaba.

De inmediato, los padres se comunicaron desde una cabina de "Entel" y le suplicaron que presentara el certificado de excepción. "No se preocupen, todo va a estar bien", fue la respuesta.

DESDE MALVINAS

En el mismo mes de abril recibieron la primera carta de Alejandro. "Nos vamos el 19 de mayo, después de mi cumpleaños. Las islas son hermosas. Ni yo me hubiera imaginado estar acá en el medio del despiole. ¿Les amargué el viaje a Necochea? Con respecto al estudio no se hagan problemas que los meses que me falten me los dan por aprobados. Bueno, esto está aburrido, así que espero que me escriban y que no se hagan problemas por mí. Muchos besos y saludos. Ale, el malvinense'".

"Nosotros estábamos más tranquilos con sus palabras, pero veíamos que la cosa no venía bien", recuerda Salvador. Norma, la madre, nunca se sobrepuso. Atiende el teléfono desde su habitación y espera sentada en el borde de la cama que su marido termine de contarle a dos extraños la historia que todavía le "desgarra el corazón" y de la que ha tratado de esconderse detrás de sus obras de arte.

"Me siento como un rey, sobre todo por los cigarrillos, pues aquí nadie tiene nada y hay mucho hambre", escribió Alejandro en su segunda carta fechada el 24 de mayo. Trataba de tranquilizar a su familia diciendo que "no todo es tan jodido como lo pintan. La cuestión es acostumbrarse al cañoneo y a los aviones ingleses".

La última de las cartas la escribió tan sólo tres días después, el 27 de mayo. "No veo la hora de regresar al lado de ustedes. Los extraño muchísimo y los quiero como loco. Les mando un beso grande y no se preocupen. Chau. Alex". Fueron sus últimas palabras.

El 9 de junio de 1982 Alejandro y tres compañeros más morían sepultados tras pisar una mina "propia" en una excursión hacia la casa de un "Kelper" en búsqueda de comida y abrigo.

TODO CAMBIA

Desde ese día, todo fue diferente para este padre. Una "Carta al País" lo hermanó con muchísimas personas que cargaban los mismos sufrimientos. Creó un movimiento y escribió un libro. Viajó a Malvinas cuatro veces para enfrentarse con esa realidad que tanto temía. Una vez, frente a la tumba de su hijo, derramó un frasco de su perfume preferido, el "Dàrcos" de Loreal. En su casa, Alejandro dejó uno por la mitad; uno que nunca pudo terminar y el que Salvador guarda con recelo y destapa cada vez que lo embarga la nostalgia.

"Mi hijo me dio la gran lección de mi vida. Ellos pudieron hacer lo que ni la guerrilla, ni la política pudieron concretar: el retorno a la democracia", culmina Salvador Vargas, un ingeniero mecánico jubilado, de 72 años, sentado en el living de su casa de Monte Grande, rodeado de fotos de sus dos hijos y de sus nietos, uno de los cuales "es el fiel reflejo de Alejandro".

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