Silencio en la noche
| 5 de Marzo de 2011 | 00:00

Cada tiempo, cada hora del día tiene un valor propio, un sentido peculiar. "Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol", dice la sabiduría del Eclesiastés. La noche ha sido hecha para el descanso; esta afirmación responde a una experiencia humana fundamental, que está ligada al ritmo de la naturaleza. Nuestra condición corpórea, más allá de las variaciones impuestas por costumbres insólitas y nuevas vigencias culturales, nos vincula a ese orden acompasado de las horas y requiere que lo respetemos por el bien de la salud y de nuestro equilibrio vital. Corresponde que en la noche reine el silencio.
La cultura actual, en la medida en que refleja una degradación inhumana, no valora el silencio; más aún, impone su abolición hasta el estropicio de los tímpanos. Con esa invasión prepotente del ruido arruina dotes más delicadas y profundamente humanas: la capacidad de escuchar y por consiguiente de entablar un auténtico diálogo, el encuentro real de uno consigo mismo, la percepción de la belleza y el arrobo ante lo sagrado. Mucha gente, hoy en día, no puede vivir sin la radio o "la tele" encendida, y el sonido de boliche, estridente e inarticulado, se introduce en todos los ámbitos y contagia una especie de sordera general. No se advierte que el silencio está cargado de sentido. En la música las pausas son imprescindibles: producen muchas veces la impresión más fuerte, hacen posible una expresión colmada. Así ocurre también en la vida: de la riqueza interior del silencio brota toda palabra digna de ser dicha y la incapacidad para el silencio revela el vacío del alma.
TORTURA EN NUESTRA CIUDAD
La Plata se ha convertido en una ciudad gratuitamente, caprichosamente ruidosa. "Silencio en la noche, ya todo está en calma; el músculo duerme, la ambición descansa..." El comienzo del célebre tango de Gardel, Le Pera y Pettorossi no puede cantarse de ella. En algunos de sus barrios, con regularidad programada, grupos de gente incivil se ocupa de abolir el silencio nocturno y arrebatar así el sueño a los vecinos. El páramo multiuso llamado Plaza Moreno parece, algunas noches, tierra de nadie. Lo peor ocurre después de la medianoche del jueves y del domingo, hasta las tres y media o las cuatro del día siguiente: rugidos y explosiones de las motos; los escapes abusivos de los autos y el chillido de los rebajes en sus corridas; la música infrahumana, ratonil, que brota de coches convertidos en discotecas rodantes. Esta última tortura, insoportable, responde a una nueva expresión de cretinismo que se exhibe también en horas diurnas; hasta ahora, impunemente. ¿Existirá alguna legislación municipal que la cohíba? Se dice que la Dirección de Control Urbano ha labrado miles de actas de infracción y secuestrado una importante cantidad de vehículos, pero, por lo visto, esa acción resulta insuficiente. Quizá carece de los recursos y agentes necesarios. Me asalta un pensamiento pesimista: si el Estado, en sus distintas instancias, no es capaz de asegurar plenamente la vida y los bienes de la población, ¿cómo podrá amparar su descanso? ¿Qué puede irle ni venirle al gobierno esta minucia?
EL TEMPLO PLATENSE
Hablo de Plaza Moreno como vecino del lugar y víctima de aquellos desafueros, pero pienso, además, en la falta objetiva de respeto para con el templo mayor de la Ciudad, frente al cual esa manga de inconscientes se divierte a costa de la tranquilidad ajena y a despecho del carácter sagrado de ese sitio. ¿Cómo no ver en este fenómeno penoso un signo de decadencia cultural y de anemia social? Como fuente de la falta de consideración para con el prójimo y de la urbanidad exigible en una convivencia civilizada se encuentra la irreflexión, la superficialidad y una idea anárquica de libertad: yo hago lo que me viene en gana. La viveza criolla, por otra parte, incluye a veces una cierta complacencia delictiva.
Contrapongo un caso reciente, ocurrido en Italia. La Corte de Casación impuso dos meses de cárcel (sin la suspensión condicional), más las costas del proceso y 500 euros de multa a cuatro ciudadanos de Regabulto, un pueblo de Sicilia, porque sus perros perturbaban el descanso nocturno de sus vecinos. El argumento decisivo de los jueces fue: no hicieron nada para aplacar los ladridos y frenar el concierto canino. Las autoridades citaron a seis dueños: dos de ellos aceptaron pagar la multa impuesta por el juez de primera instancia; los otros cuatro apelaron en nombre del derecho de los perros a expresarse libremente. Cito jurisprudencia, aunque ajena, por si las moscas.
(*) Arzobispo de La Plata
Las noticias locales nunca fueron tan importantes
SUSCRIBITE