¿Arancel universitario o salario estudiantil?

Por MARTIN TETAZ (*)

Twitter @martintetaz

El debate sobre el arancelamiento universitario no es nuevo ni mucho menos, pero cobró importancia en los últimos días cuando se conocieron las nuevas cifras del PBI (base 2004) del INDEC y supimos que nunca se había cumplido en realidad la meta que fijaba la Ley de Financiamiento Educativo (26.075), por la cual el gasto público consolidado en educación debió haber llegado al 6% del PBI en 2010.

El uso sin correcciones de la vieja base del año 1993 desinfló artificialmente el PBI de toda la década dando la falsa impresión de que el gasto público en educación (como porcentaje de ese PBI) había crecido drásticamente. Correctamente medida, la inversión en educación representa hoy el 5,1% del producto bruto, un porcentaje similar al que existía en el 2001.

Obviamente, ello no quiere decir que no se hayan destinado mayores recursos a la educación, la ciencia y la cultura en términos absolutos, porque lo cierto es que como el PBI creció un 60,4% desde el 2004, el solo hecho de mantener el porcentaje de esa partida presupuestaria constante, asegura que crezca un 60,4% la cantidad de dinero destinada a la educación.

RESULTADOS

No obstante los fondos aportados a ese fin, lo concreto es que los resultados en materia de rendimiento de esos recursos no fueron tan auspiciosos. La matrícula del sistema universitario público creció sólo un 19,2% entre 2001 y 2011, cuando prácticamente se había duplicado en cada una de las dos décadas anteriores, y la mejor Universidad pública argentina (la UBA) recién se ubica en el puesto 287 del ranking mundial que publica Scimago Institute.

Ni hablar de la educación primaria y secundaria, a cargo de las provincias, en la que no sólo se produjo un éxodo del sistema público al privado (la primaria estatal perdió 287.938 alumnos entre 2001 y 2011), sino que además cayó drásticamente la calidad de la educación dentro de las escuelas, tal y como lo atestiguan las pruebas internacionales PISA en las que nuestro país se ubicó 59, dentro de 65 países evaluados, por detrás de Chile, México y Uruguay.

En este contexto, la semana pasada el politólogo Yamil Santoro publicó una provocadora columna en Infobae, proponiendo abrir el debate sobre el financiamiento de las universidades. El artículo corrió como reguero de pólvora, generando una primera réplica de mi parte (también publicada en el mencionado medio) y sendas respuestas de los economistas Iván Carrino y Nicolás Cachanosky en sus respectivos blogs.

Santoro planteó que “una idea superadora a la de acceso gratuito es la idea de acceso igualitario a los servicios públicos que implica que quien pueda pagarlo lo haga y que quien requiera una ayuda la reciba en la medida de sus posibilidades”.

Mi respuesta fue que “el problema es que la gratuidad de la matrícula implica que el Estado paga sólo un porcentaje menor del costo de llevar adelante el proceso educativo, que tiene que ver con el tiempo de los profesores y el uso de la infraestructura, dejando sin financiamiento al componente más importante; el tiempo de los propios alumnos, que deben resignar lo que podrían ganar en el mercado de trabajo si las horas que dedican a estudiar las ocuparan en un empleo”.

Expliqué entonces que aunque el Presupuesto público destina unos $20.500 por alumno al año, el 67,5% del costo del proceso educativo lo está pagando finalmente el propio estudiante que resigna, en promedio, un salario del orden de los $4.266 por el tiempo que dedica a estudiar y no a trabajar. Por esta razón, y como muestran las estimaciones del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la UNLP (CEDLAS), mientras que sólo el 19,9% de los jóvenes del quintil más pobre de la distribución del ingreso acceden a instituciones de educación superior, un 53,1% del 20% más rico ocupa un banco en el sistema.

EL APORTE DEL ESTUDIANTE

Propuse por lo tanto un salario estudiantil, para compensar la diferencia entre lo que el estudiante aporta al proceso y lo que termina apropiándose vía mayores salarios, puesto que buena parte de los beneficios derraman al resto de la sociedad a través de mayores impuestos y más productividad.

Carrino replicó que las empresas que con su producción aumentan la recaudación tributaria y mejoran la productividad también deberían entonces recibir subsidios y le contesté que eso es efectivamente lo que ocurre, no con la producción sino con las inversiones de las empresas, que están subsidiadas al permitírseles una deducción acelerada instantánea en el impuesto a las Ganancias.

Cachanosky plantea que el no arancelamiento genera la misma falla que la que ocasiona un precio máximo; esto es: desabastecimiento, o en este caso una caída de la calidad por unidad de producto. Pero el problema es que como expliqué más arriba, el precio que realmente enfrenta el estudiante no es cero, sino que debe soportar todo el costo de oportunidad de estudiar, sacrificando ingresos salariales. Además, tampoco puede probarse que las universidades que sí cobran aranceles tengan mejor calidad; de hecho en el ranking Scimago las mejores 21 universidades argentinas son públicas e incluso ajustando la generación científica por cantidad de alumnos, sigue apareciendo primero una pública (el Instituto Balseiro) y aunque es verdad que el segundo y el tercer puesto corresponde a dos privadas (Di Tella y San Andrés), se trata de universidades de elite. Las privadas masivas (Palermo, Belgrano, UCA y UADE) están en realidad entre las últimas del ranking.

En la Universidad, la calidad se logra con buenos estudiantes y buenos profesores. El arancel no sirve para atraer a ninguno de ellos.


(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)


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