El señor que lo anotaba todo

Por JUAN JOSE BECERRA

Las ficciones felices y apocalípticas de Adolfo Bioy Casares, su transparencia estilística casi de moderador de la literatura, su ironía y su dandysmo de estanciero, tenista y Casanova -todo lo que había sido para sus lectores-, desaparecieron de golpe a partir de la publicación póstuma en 2006 de su Borges.

Ese libro de 1600 páginas, que no habría que dudar en rescatarlo antes que cualquier otro del incendio de nuestra biblioteca, es la prueba de que la intimidad es un espacio monstruoso. Durante más de cuarenta años, Bioy anotó cada detalle de sus encuentros diarios con Borges, al modo de lo que James Boswell hizo con Samuel Johnson, lo que no fue otra cosa que vivir para esas anotaciones.

El resultado es un universo en el que caben la autobiografía del autor, la biografía de su amigo (en este caso, la mejor que se pueda escribir), las conversaciones entre amigos ocurridas en varios niveles (desde el de la religión hasta el de la pornografía), un monumento insuperable al chisme y la lección de literatura más extraordinaria que se pueda tomar. Pero si alguien nos exigiera que le diéramos un rótulo a esa extensión inabarcable que es Borges, diríamos que es un libro de aventuras, el libro de las aventuras prácticamente inmóviles pero intensas de dos personas que le dan a la experiencia del intercambio un merecido estatus de totalidad.

En una de las entradas de Borges, organizado como diario, Bioy cuenta que estaba caminando con Borges por calle Florida y, al verlos venir de frente, Manuel Mujica Láinez, con malicia pero también con envidia testimonial, exclama algo así: “¡cómo le va a toda la literatura argentina!”.

El Bioy de los artefactos – el de La invención de Morel y los cuentos “perfectos”- queda sepultado bajo su insuperable diario. La vida no sólo está en las calles. La especulación literaria encuentra en el encierro un modo milagroso e inútil de vivir en, por y para el lenguaje todas las vidas que se deseen vivir.

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