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Hace pocos meses alarmaba la sequía y ahora se reiteran las lluvias. En Macondo, la ciudad de García Márquez, llovió casi cinco años seguidos
Tolosa, uno de los barrios de Zona Norte más afectado, históricamente, por los anegamientos / EL DIA
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
Esterilidad, sequía, tierras yermas hasta hace pocos meses. Gente que vive en las afueras estuvo preocupada por el descenso de las napas. Hubo que añadir no menos de diez metros de cañerías para recuperar captación. Y de pronto el cambio brusco, un ciclo recurrente de agua que inunda ciudades y campos.
El Servicio Meteorológico Nacional no para con sus partes diarios sobre los sistemas de tormentas que generan reiteradas lluvias en distintas partes del país.
“En un solo día de marzo se superó la media histórica de agua caída en todo ese mes”, dijo en uno de esos partes. Y volvieron las inundaciones, las evacuaciones precipitadas de centenares de familia, el drama de los anegamientos.
La lluvia fue siempre, sobre todo en los paisajes cambiantes de América latina un tema repetitivo y por consiguiente un asunto que atrajo a los escritores. En Macondo, la ciudad lírica de García Márquez llovió cuatro años, once meses y dos días seguidos.
Novelas, cuentos, ensayos y poemas se adhirieron a la belleza y a las catástrofes de las lluvias interminables. Pero también, como se verá, la pintura se sumó a esa atracción. La Plata tuvo un emotivo ejemplo sobre este último punto.
Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), fue un ensayista esencial de la Argentina, acaso de los más reconocidos junto a Alberdi y Sarmiento. Pero esa bien ganada fama de pensador conspiró contra el reconocimiento que aún se le debe como narrador, autor de cuentos maravillosos.
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La escritora e historiadora Marta Ramírez de la Hoz al analizar el cuento “La inundación”, de Martínez Estrada, recuerda su obra de cuentista y reseña que según el criterio de Ricardo Piglia, los cuentos de Martínez Estrada “son demasiado buenos y por eso no encuentran su lugar”. Y agrega que esas narraciones “tienen un aire trágico que las aleja de la poética lúdica que domina nuestra literatura desde Borges y Cortázar”.
El cuento mencionado escrito en 1943 describe la inundación sufrida por una pequeña ciudad de la llanura bonaerense. Con sus casas invadidas por una suerte de océano sorpresivo y usurpador, centenares de familias se refugian en la iglesia del pueblo, que está terminándose de construir.
El estilo realista y crudo de Martínez Estrada muestra a los evacuados como seres ateridos, cautivos de un poder extraño que les es ajeno. “Lo cierto es que no menos de mil doscientas personas, contando los niños de pecho, estaban allí hacinados, durmiendo en el suelo, sobre bancos y al pie de los altares, preparándose sus comidas en improvisados hornillos, satisfaciendo con naturalidad las necesidades apremiantes de la vida y abandonándose a extremos y desórdenes de la promiscuidad y la desesperación”.
Los evacuados son hijos biológicos de la inundación, hay que adivinar el flagelo a través de ellos. Los prófugos del agua, refugiados en el templo, hacen recordar al pueblo judío cautivo del Faraón en Egipto. La llanura también pareció siempre un desierto, pero no de arena sino de pastos y también de masas de agua que llegan hasta el horizonte. Imposible huir.
En su tragedia, en su refugio, los evacuados pueden ver ya instalados los colosales tubos plateados del órgano “que brillaban a semejanza de blandones en un candelabro apocalíptico. El altar mayor y el púlpito estaban concluidos también. Desde el año anterior se oficiaba misa, y en aquel púlpito del padre Demetrio se quejó infinidad de veces de la endeble y tibia fe de los habitantes de General Estévez”.
La inundación hace aparecer el pecado, la culpa. Al cura Demetrio, escribe Martínez Estrada “le era imposible congregar los domingos a más de cincuenta personas, siempre las mismas. Ahora estaba ahí el pueblo entero, con lo que habían podido llevar consigo, aglomerados, forzosamente guarecidos bajo la triple y enorme bóveda del templo, tal como lo presagiara un día de cólera el sacerdote; es decir, impelidos por un desastre de bíblica magnitud”.
La idea de inmensidad de la llanura, instalada acaso por Sarmiento y también en poesías y ensayos por muchos otros escritores, se ve reflejada en la parquedad con que José Hernández define el paisaje en el que vivió Martín Fierro: “Todo es cielo y horizonte/ en inmenso campo verde. ¡Pobre de aquel que se pierde/o que su rumbo estravea/ Si alguien cruzarlo desea/ este consejo recuerde ...”.
En cuanto a los antecedentes bonaerenses, debe decirse que la historia de nuestra Provincia está ligada –en forma dramática y reiterada- al dilema cíclico de inundaciones y sequías, causantes de enormes calamidades.
Ya en algunos pretéritos libros del siglo XIX –como en la novela de Julio Verne titulada “Los hijos del Capitán Grant”- se describen inundaciones que convertían a la pampa en un océano que se extendía de horizonte a horizonte, cubriendo pueblos y llanuras.
Pero fue, sin dudas, el de la villa del Lago Epecuén –un poblado ubicado en el sudoeste provincial, en las orillas de la laguna que lleva ese mismo nombre- el caso más traumático en el territorio bonaerense, a pesar de que no se registraron víctimas.
Lo cierto es que por sucesivos desbordes del complejo de lagunas conocido como Las Encadenadas, la villa que era un lugar próspero comenzó a verse invadida por las aguas. Cada lluvia acentuó el drama. El fenómeno, que comenzó en 1985, derivó en la caída de los terraplenes y al año siguiente Epecuén desapareció para siempre al quedar completamente sumergida con tres metros de agua sobre sus techos. La provincia tiene una ciudad sumergida.
La tragedia y terrible catástrofe que fue para La Plata la inundación del 2 de abril de 2013 , cuyo número real de muertos sigue originando dudas, tuvo una respuesta artística original que provino del mundo de la pintura.
En esa jornada en la que en menos de 24 horas se descolgó el cielo, entre otras de tantas miles de la ciudad, se inundó la casa ubicada en el casco céntrico del pintor platense Lido Iacopetti: “En mis 76 años nunca viví algo igual”, dijo días después. El agua anegó el garaje, el auto, llegó al placard y al juego de dormitorio, a la ropa y a los documentos, a quinientos libros y lo más doloroso, a cien de sus pinturas. El metro de agua que ingresó furiosamente a su hogar afectó todas las obras que descansaban en el estante inferior de su taller.
Iacopetti, el artista, decidió revertir la tragedia. Hizo una colección con la serie de sus cuadros afectados por el agua, organizó una subasta en el MUMAR para venderlos y donó lo recaudado a la Casa Cuna platense. Vendió los cuadros “intervenidos” por el agua. La lluvia también fue coautora de esos cuadros, dijeron al inaugurar la exposición. La lluvia pintó cuadros ese triste día y Iacopetti sonrió al presentarlos.
Si ahora las lluvias tardan en parar –contradiciendo al aforismo popular que dice que cada vez que llovió paró- acaso es porque estén esperando que les lleguen, desde la sufrida humanidad, mensajes esperanzados. Como el que envió el maestro Lido Iacopetti.
El Servicio Meteorológico no para con sus partes diarios de sistemas de tormentas
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