Locos del aire

El reencuentro con un amigo escritor del pasado. Viene por el pasillo de un realismo sucio hasta mi terraza de realismo mágico.

Por JOSE SUPERA
ESCRITOR

Viene desde una parte de mi pasado. Un bazooka invisible sobre su hombro. Su novela en una mano, botella de litro y medio de Coca Light en la otra. Desde el pasillo de la calle hasta el interior de mi propio mundo. Subimos a la terraza. Nos da el sol. Nos sentamos en el piso. Maxi prefiere pasarse a una parte de la pared que da sombra. A mí me sigue dando el sol. Tomamos Coca Light. Dos vasos con mucho hielo. Maxi sigue teniendo siempre una botella de Coca Light a mano. No Zero ni Life ni regular. Coca Light. Café, alcohol o mate le agujerean el estómago. Lo sé porque me lo dijo 500 mil veces. La Coca no le agujerea tanto su interior. Tiene un cigarrillo electrónico que acaba de ir a buscar hasta Castelar. Me explica que intenta dejar de fumar, que lo que fuma ahora es un aceite con sabor a tabaco. Pienso en los sucedáneos de la vida, el engaño y lo artificial, para seguir viviendo. La literatura debe ser un poco eso. Creo.

Además de las terrazas y azoteas, hablamos de los pozos, de las trincheras. Elegimos salir o no salir. Dar el salto al vacío o quedarse estático en el llano lleno. Dejarse atrapar por las sombras o salir a la luz. La escritura como condena, como liberación, no como gozo o plenitud, sino como algo que tenés que hacer para seguir viviendo, para resurgir de las cenizas de ese otro que alguna vez fuiste.

Me acuerdo que llegamos a ser amigos. Casi hermanos. Era una época que estábamos hiperrallados, muy loquitos, escribiendo todo el tiempo, haciendo contacto desde ahí, desde nuestras soledades y nuestros dolores, la forma de relacionarnos con los demás, había mucho de empatía entre nosotros. Él había leído mi primera novela. Le había gustado mucho. Me doy cuenta ahora escribiendo que quizá mi ego forzó esa rara amistad que teníamos. Pero no, con Maxi pensamos y sentimos y nos escondemos y nos reclutamos en nuestros cuarteles interiores, de una forma muy igual. En ese 2011 me había traído a casa la primera versión de El arponero del aire. Me acuerdo haber sentido algo de envidia al leer esa locura de novela que empezaba con la voz de un comandante de a bordo, un tal Blanc, que instaba al lector a abrocharse el cinturón de seguridad antes de seguir leyendo. Y ahora entiendo que los libros son un vuelo. En este momento tengo su libro abierto entre mis manos. Lo miro de costado: los libros tienen forma de pájaros.

Maxi: Admiro al que compatibiliza la escritura con una vida amena, disfrutable; tal vez porque yo no disfruto del todo del acto de escribir. Es muy racional la construcción de la novela, entonces no hacés catarsis, a diferencia de la poesía.

Yo: No sé, a mí me pasó con la novela de mi tío; ésa sí que fue catártica. Me saqué de encima muchas cruces escribiéndola.

Página 13: “Me pasaría el resto de los días que me quedan de vida apostado en la azotea, descolgando de un cañonazo a todo avión comercial que asomase rayando con su grotesca silueta de ave prehistórica la textura elástica del cielo que flota sobre mi terraza, siempre bajo y escénico y huidizo”.

(Acabo de copiar el texto de su libro, de tipearlo en la computadora. Por un momento fui Maxi. Todavía lo sigo siendo. El sentimiento de que poco tiene sentido, de que mejor apuntar a nuestros cielos con un lanzamisiles. Debo salir de él para seguir escribiendo esta nota).

Página 22: “Tanta pulsión homicida y, sin embargo, llevo una vida de lo más civilizada”.

(Soy las manos de Maxi que escriben esas líneas. Soy los ojos que se le cierran. Soy todos sus intentos desesperados por irse. Soy las veces que volvió a vivir).

La novela El arponero del aire fue finalista del premio Emecé 2011 y ganó el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes. Ahora Maxi está metido con una novela sobre un cardiocirujano que se cree dios y sus pacientes no son personas, sino instrumentos, meros escalones para construirse una escalera a su propio cielo.

Página 82: “Esa fue mi rutina a lo largo de un año y medio. Durante ese tiempo no hice más que volar y habitar aeropuertos”.

No sé por qué lo hago pero le cuento que cuando era chico robaba cosas. Él me dice que también robaba. Libros más que nada. “Yo podría haberte robado algo de tu novela para la mía, el Limpiavidrios”, le digo riéndome. Lo hago reír. Que no es fácil. Hay analogía en nosotros. Nuestras últimas novelas se parecen. Nosotros nos parecemos. “Todos nos robamos algo: los dos personajes están suspendidos en el aire, en un paréntesis”, me dice. Y entiendo que él es un poco ese Arponero, y que yo soy un poco Limpiavidrios.

¿Por qué dejamos de ser amigos?

Mi ego, su depresión, la no lectura de las cosas, los llamados no respondidos, no leernos, no saber leernos. Siempre tuve la espina. Quizás esta nota sea un intento de reconciliación. Lo miro. Nos damos un abrazo de los de verdad. Le digo que tenemos que vernos más seguido. Me dice que más vale. Somos dos solitarios, le tiro. Lo vuelvo a hacer reír. Me pone contento eso. Después se va por el pasillo hacia la calle. Todavía puede verla la bazooka invisible en el hombro, a mi amigo, al arponero del aire.

Blanc
Castelar
Fondo Nacional
JOSE SUPERA
Life
Primer Premio

Las noticias locales nunca fueron tan importantes
SUSCRIBITE