Verdades esenciales

Escribe Monseñor DR. JOSE LUIS KAUFMANN

Queridos hermanos y hermanas.

No pocos hechos o acontecimientos de relativa relevancia opacan o anulan verdades prioritarias, pero nunca “un árbol ocultará al bosque”.

Es normal y lógico que los seres humanos celebremos y hagamos fiestas, pero ello nunca debería apartarnos de las verdades esenciales, como son la limitación de nuestra existencia, la caducidad de los éxitos, la trascendencia de la vida humana, la necesidad de mantener una embestida constante frente al mal…

Existimos para ser felices. Dios nos convoca a la vida para que en cada uno se desarrollen los valores que nos dignifican y nos conducen al destino definitivo en la eternidad sin fin.

Sin embargo, es ingente la cantidad de personas que libremente deciden vivir en el mal.

La historia de la humanidad es una constante que oscila entre el mal y el bien, la traición y la fidelidad, el pecado y el perdón… porque, indudablemente, desde el primer desvío del ser humano, que prefirió optar por su propio capricho rechazando el designio de Dios, “nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo, ¿Quién puede penetrarlo?” (Jeremías 17, 9).

Sólo el ser humano - libre e inteligente - es capaz de hacer el mal. San Agustín afirma que “todo dicho, hecho o deseo contrario a la ley eterna es pecado”, y según santo Tomás de Aquino puede cometerse contra Dios, con uno mismo y contra el prójimo.

Sin embargo, por indescriptible que pudiese ser el peor de los pecados, siempre el amor es mayor.

Todos somos imperfectos y también hacemos el mal, todos somos pecadores y cometemos pecados, es decir: dichos, hechos y deseos contrarios a la Voluntad de Dios.

Nadie puede considerarse eximido de esta verdad, propia de la actual condición humana. Por lo cual “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es Fiel y Justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad. Si decimos que no tenemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso, y su Palabra no está en nosotros” (1 Jn 1, 8-10).

Esta afirmación, clara, precisa y categórica, enfoca el problema del pecado en su perspectiva antropológica, como parte integrante de la verdad sobre el ser humano, si bien nunca podremos dejar de reconocer también que “aunque nuestra conciencia nos reproche algo, Dios es más grande que nuestra conciencia” (1 Jn 3, 20).

El santo pontífice Juan Pablo II afirmaba que “Reconocer el propio pecado, es más -yendo aún más a fondo en la consideración de la propia personalidad-, reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios.

Es la experiencia ejemplar de David, quien «tras haber cometido el mal a los ojos del Señor», al ser reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12) exclama: «Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Salmo 51 [50], 5 s.).

El mismo Jesús pone en la boca y en el corazón del hijo pródigo aquellas significativas palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Lc. 15, 18. 21).”

Muchos, por el pecado de la soberbia que los domina, no tienen el coraje ni la dignidad de reconocerse pecadores.

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