Resurrección: Vida plena

Edición Impresa

Por DR. JOSÉ LUIS KAUFMANN
Monseñor

Queridos hermanos y hermanas.

La innegable verdad histórica de la Resurrección de Jesús, el Hijo de Dios

nacido de María Virgen por obra del Espíritu Santo, es celebrada con profundo gozo por todos los cristianos. Pero, como toda celebración, implica un compromiso existencial en cada uno de los que participan de modo consciente en esa memoria de nuestra fe.

Jesús es el primero en resucitar de entre los muertos, como afirmó san Pablo

en su discurso ante el rey Agripa (Hechos 26, 23), y vive para siempre.

Jesús, único Dios verdadero con el Padre y el Espíritu, ha querido venir a

nosotros, haciéndose igual a nosotros en todo – “a excepción del pecado” (Heb 4,

15) –, anunciándonos la posibilidad de alcanzar la felicidad, sufriendo y muriendo

para salvarnos de la condenación eterna. Así fue el primero en hacer el camino de la resurrección, para que lo siguiéramos e imitáramos en todo hasta alcanzar la Vida definitiva después de pasar, también nosotros, por la muerte.

Ahora Jesús está en la Gloria Eterna con aquel mismo Cuerpo – aunque

glorificado – que asumió en la Encarnación, que vivió y predicó en Palestina, que

murió en la Cruz y resucitó al tercer día. Así como lo vieron María Santísima, los

“El Señor es mi Luz y mi Salvación, ¿a quién temeré?... Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mi…”

(Salmo 27 [26] 1 ss).

 

Apóstoles, los Discípulos, y todos aquellos a quienes se les apareció durante los días que transcurrieron entre su Resurrección y su Ascensión al Cielo, también nosotros lo contemplaremos en el Día sin ocaso de la Vida a la que estamos llamados y que, por la Misericordia de Dios, esperamos alcanzar. “El Señor es mi Luz y mi Salvación, ¿a quién temeré?... Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mi…” (Salmo 27 [26] 1 ss).

Pero, además, en este mundo temporal Jesús también está presente – de

modo eminente – en la sagrada Eucaristía, donde podemos encontrarlo para dialogar en intimidad y alimentarnos sacramentalmente. Y está presente con su virtud en todos los Sacramentos, en su Palabra, cuando su Iglesia ora y se reúne en su Nombre, y en la persona de sus sagrados ministros.

Si aprendemos a contemplar a Jesús Resucitado, comprenderemos que

también ahora es posible estar con Él, vivir junto a Él, escucharlo y cumplir sus

designios. Entonces, con el correr del tiempo, entre Jesús y nosotros se establece una relación personal – una fe amante – que puede ser tan auténtica y cierta como la de aquellos que lo contemplaron resucitado y glorioso en Jerusalén.

Jesús, el primogénito de entre los resucitados, es nuestra esperanza. Aunque

los enemigos del amor, de la verdad y de la paz hayan querido silenciarlo y

destruirlo con una muerte ignominiosa, Jesús nos ha dejado el ejemplo de su

fidelidad al Amor, a la Verdad y a la Justicia, ¡sin reservas!, hasta dar la propia vida.

No pocos han pretendido y pretenden detener el anuncio del Reino de Dios,

negar la Verdad de la Resurrección de Jesús, negar el perdón de los pecados, la Vida en abundancia, la presencia del Espíritu en nosotros... Pero Jesús, el primero que resucitó, continúa saliéndonos al camino para decirnos: ¡No tengan miedo! (Mt. 28, 10) Encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).

Habiendo renunciado y muerto al pecado, ahora tenemos el anhelo ferviente

de vivir en el amor de Dios, confiando en su infinita Misericordia, destinados a la

Vida plena en el seno de la Santísima Trinidad. Jesús afirma: “Todo es posible para el que cree” (Mc 9, 23). ¡Creo, Señor, por sólo tú eres mi Dios y Salvador!.

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