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Una música, una pasión y un sueño

A cien años de la muerte de Almafuerte. Testimonios de Beatriz Sarlo, Borges, Rubén Darío y de la profesora de letras María Minellono. La casa museo de avenida 66. Recuerdos de vecinos platenses.

Una música, una pasión y un sueño

Almafuerte - archivo

Por MARCELO ORTALE

26 de Febrero de 2017 | 07:21
Edición impresa

Hace cien años la prosa concisa y transparente de un cronista anónimo de El DIA informaba a los lectores: “En el silencio de su morada modesta y accesible, pero sin embargo tan imponente e inquietante como la guarida de un viejo león, ha muerto ayer “Almafuerte”. Se ha extinguido para siempre uno de los espíritus más grandes de los poetas americanos”.

Un día después despediría al poeta, con un discurso memorable, ese otro Cid Campeador de los ideales que ya era el entonces joven dirigente socialista Alfredo Palacios. Se ha dicho que los bastones del último Almafuerte, antes dinámicos y hasta seguramente amenazantes, ahora descansaban en la paz de una vitrina en la sencilla casa museo de 66 entre 5 y 6, donde vivió el escritor más resonante –más “genial”, según el calificativo que Borges le asignó- que tuvo nuestro país.

Allí, en ese santuario que es el Museo Almafuerte pueden encontrarse documentos sobre préstamo que tomó el poeta para comprar la casa, copias de sus artículos periodísticos publicados en el diario El Oeste de Mercedes, recuerdos de su relación con Mitre, Sarmiento, Alem, Yrigoyen. Allí está el restaurado horno de barro donde el poeta hacía su propio pan y lo compartía con los pobres. Si se alzan los ojos en algunas salas se ven aún los cielorrasos de ladrillo sostenidos por vigas de madera, la cocina criolla y una escalera que lleva a una piecita alta, en donde se encerraba para escribir.

En su oración fúnebre, Palacios había dicho que “a Almafuerte no se lo lee, se lo oye”. Lo cierto es que ese 28 de febrero de 1917 sólo se consumía el cuerpo, no el torrente de su voz compasiva y taladrante. En la nota de despedida continuaba diciendo el cronista de este diario: “No incurriremos en la vulgaridad de hablar de sus penurias y sus sufrimientos. No importa al pueblo que le pierde saber que se ha muerto ni lo que hizo la ciencia por reanimar aquel fanal que se extinguía. Bástele saber que ha muerto y que ha muerto sin perder la tesitura moral, sus enojos de hombre cóndor y que, a estas horas, su cabeza genial reposa ya con la inmovilidad de escultura, sobre aquellas mismas y austeras almohadas”.

Los críticos coinciden en destacar el carácter decididamente popular de la obra de Almafuerte y en cuanto a la sentencia de Alfredo Palacios “a Almafuerte no se lo lee, se lo oye”, corresponde mencionar un escrito de Beatriz Sarlo, por consiguiente muy posterior, en donde cuenta cómo conoció Borges por primera vez la obra del poeta platense. Se trata de una corroboración:

“Borges rememora un domingo en que, teniendo él más o menos doce años, Evaristo Carriego recitó en el patio de su casa “una tirada acaso interminable y ciertamente incomprensible de versos” de Almafuerte (un poeta popular entonces de quien el mismo Borges opina que “los defectos son evidentes y lindan en cualquier momento con la parodia”). Sin embargo, esos versos recitados por Carriego (el poeta ‘menor’ que Borges estudiará años después) actúan no sobre el intelecto sino sobre la relación poética, esa posibilidad de captar el lenguaje en su desborde no comunicativo”.

“De lo que estoy seguro –diría Borges- es de la brusca revelación que esos versos me depararon. Hasta esa noche el lenguaje no había sido otra cosa para mí que un medio de comunicación, un mecanismo cotidiano de signos; los versos de Almafuerte que Evaristo Carriego nos recitó me revelaron que podían ser también una música, una pasión y un sueño”.

Sarlo se detiene en la escena, a la que considera como “fundacional” y protagonizada por actores menores: Carriego recita a Almafuerte. “La persistencia fundacional de la escena se muestra en la siguiente afirmación de Borges: con los años, dice, unos poetas fueron borrando de la memoria a los que gustaron antes, Whitman borra a Víctor Hugo; Yeats a Liliencron; sin embargo, Almafuerte persiste. La vulgaridad de la forma, que Borges no perdona jamás en los escritores considerados ‘mayores’ y de allí el encono con que critica a Lugones en El tamaño de mi esperanza (1926), es aceptada en los ‘menores’”.

Intemperante, polémico, malhumorado, pero solidario con los necesitados. Los críticos dicen que Almafuerte se equivocó cuando redactó esta estrofa de su largo y conmovedor poema “El Misionero”. Allí fue cuando dijo: “Y a pesar de ser bálsamo y ser puerto/ De ser lumbre, ser manta y ser comida/ ¡A mí nadie me amó sobre la vida/ Ni nadie me honrará después de muerto!”. Lo real es que ningún poeta o escritor argentino, después de muerto –acaso con la excepción de José Hernández-, recibió tantas honras populares y sociales como Almafuerte.

LO POPULAR

Carlos Alberto “Cacho” Silicaro pertenece a una familia que llegó desde Calabria a una La Plata recién fundada. Recuerda ahora que su abuelo “hablaba muchas veces y tomaba mate con Almafuerte, aunque era varios años menor que el poeta”. Añadió que “yo era jovencito y escuchaba los cuentos de mi abuelo, de sus encuentros con Almafuerte y eso me hizo interesar en su obra literaria, así que me hice de sus obras completas y leí toda su obra”.

Entre tantas otras, existe una anécdota que refleja lo que el pueblo sencillo sentía por el poeta. La contaba el hoy desaparecido vecino Emir Marozzi. Su abuelo había trabajado en una panadería lindera a la casa de Almafuerte. Los panaderos supieron que el poeta estaba enfermo, postrado en la cama de su pieza más que fría, privado de estufas porque carecía de recursos para adquirirlas y mantenerlas.

Hablaron entre ellos y, en forma clandestina, sin decirle nada al dueño de la panadería ni mucho menos a Almafuerte, extrajeron del horno un caño que fueron empotrando por la medianera hasta la altura de la pieza del poeta. Allí le hicieron dar algunas vueltas al caño y luego lo reconectaron al horno. “Fabricaron lo que hoy conocemos como una losa radiante y así le mandaron calefacción a Almafuerte, que nunca lo supo…” contaba Marozzi.

Si algo valoriza más esta historia, es que el dueño de la panadería tardó poco en advertir que de la pared lateral del horno salía un caño y entonces le preguntó a sus panaderos qué pasaba. “Mi abuelo debió explicarle entonces, que lo habían hecho para darle calor a Almafuerte…”. El propietario de la panadería lo miró unos segundos y le dijo: “Yo no sé nada de nada… los felicito…dejemos todo como está”.

Cabría señalar que, a poco de su muerte, la llamada Agrupación Bases tramitó y obtuvo del Concejo Deliberante platense la administración de la casa de Almafuerte que ejerció hasta 1945, creándose allí la Biblioteca que hoy perdura. Entre quienes integraban ese ateneo puede mencionarse a Francisco Tiempone, Juan Ignacio Cendoya, Mario L. Sureda, Teófilo Olmos, Octavio Carlevaro, Justiniano de la Fuente, Eduardo Zapiola, José Picone y otros. El periodista Enrique Sureda, hijo de Mario, dijo hace poco que “Almafuerte es una figura de nivel mundial, por su originalidad, lo llamaban ya en vida El poeta de América y el Poeta de los Desamparados”.

Los críticos coinciden en destacar el carácter decididamente popular de la obra de Almafuerte y en cuanto a la sentencia de Alfredo Palacios “a Almafuerte no se lo lee, se lo oye”

Cabe recordar que la profesora platense de Letras, María Minellono, tuvo a su cargo recientemente la edición de “Poesía Completa” de Pedro Bonifacio Palacios (verdadero nombre de Almafuerte), en un trabajo que demandó varios años de elaboración y que se publicó en Francia. Contó con la colaboración de prestigiosos especialistas como José Pannetieri y Javier Fernández. El trabajo contiene todos los libros de poesía de Almafuerte, con inclusión de algunas obras inéditas en prosa.

En la obra de la doctora Minellono se transcriben palabras de Rubén Darío en las que destacó “la personalidad sincera y vigorosa de Almafuerte; su vuelo sobre la general mediocridad; la manifestación de su pensamiento libre y propio”.

Minellono –especialista en Almafuerte, que se encuentra ahora a punto de publicar un ensayo sobre la estratificación social del campo en la Argentina y en Inglaterra- detalló que “Almafuerte fue afiliado de la Unión Cívica y de allí su amistad con Yrigoyen y Alem, pero después su pensamiento se radicalizó, puso su acento sobre los desamparados y la clase obrera y se hizo socialista utópico”.

SU VIDA

Almafuerte (1854-1917) nació en San Justo. Su primera vocación fue la pintura pero, al no lograr una beca para perfeccionarse en Europa, eligió ejercer la docencia. Así, fue maestro en escuelas porteñas de la Piedad y Balvanera. Después de ello se trasladó a la campaña y fue maestro en Chacabuco, Mercedes y Salto.

A los 16 años dirigió una escuela en Chacabuco y en 1884 conoció al ex presidente Sarmiento, que a partir de allí lo admira. Sin embargo, por sus permanentes críticas al gobierno es destituido por no poseer título habilitante para la enseñanza, aunque el desplazamiento, según se afirma, obedeció a sus posturas y también a sus poemas altamente críticos al oficialismo. Mientras tanto, ya ejercía el periodismo con varios seudónimos y a principios de siglo publicó varias colaboraciones en EL DIA.

Trabaja luego como docente en Trenque Lauquen y como empleado en la Legislatura y en la dirección provincial de Estadísticas, ya instalado en La Plata desde 1887. Poco tiempo después, descreído del poder, se aisló en su casa y vivió rodeado de necesidades. El Congreso nacional decidió concederle un subsidio por vida pero la ley llegó tarde, porque Almafuerte murió en esos días.

Sin embargo, tal como han dicho tantos, la palabra “murió” no hace justicia con Almafuerte.

 

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