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Por SERGIO SINAY (*)
Mail: sergiosinay@gmail.com
Si un animal siente que su vida está en peligro, ya sea por falta de agua o alimento, por factores geográficos o climáticos, por la presencia de predadores o porque percibe que se convirtió en presa de cazadores, lucha por esa vida. Lo mismo ocurre cuando la vida de un ser humano está en juego. En el caso de que el animal sobreviva, continúa con su vida tal como era en el momento en que apareció el peligro. Su estrés es momentáneo y puntual, aplicado a una función específica: la supervivencia. No padece de shock post traumático, no queda angustiado de manera que esa angustia interfiera en su vivencia cotidiana, no se replantea su pasado, su presente ni su futuro. Todo organismo vivo tiende a vivir, aunque parezca una obviedad, y el animal simplemente obedece a esa razón. Distinto es el caso del ser humano. Las experiencias límite lo colocan siempre ante una pregunta que puede aparecer formulada de manera explícita y consciente o implícita e inconsciente. El interrogante es: ¿para qué quiere esa vida por la que luchó? ¿Cuál es el motivo por el que aspira a estar vivo? La supervivencia en su caso va más allá de lo instintivo. No se trata solo de mantener factores biológicos en funcionamiento. Es una cuestión existencial.
Sin dejar de considerar situaciones sociales y económicas especialmente dramáticas e injustas, la mayoría de las personas en el mundo tienen hoy lo mínimo suficiente para vivir. De acuerdo con cifras de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), sobre una población mundial de 7 mil millones de habitantes, 795 millones padecen hambre, es decir no consumen la cantidad de alimentos necesarios para llevar una vida activa y saludable. Ahí se abre la cuestión existencial. Cuando se tienen los recursos que permiten existir en el sentido literal del término se pasa de los medios de vida a los objetivos de vida. Ya no se trata de con qué vivir, sino de para qué vivir, como lo señaló reiteradamente en sus libros y conferencias el neurólogo, psiquiatra y profundo pensador vienés Viktor Frankl (1905-1997), creador de la logoterapia, una escuela psicológica que pone el acento en la búsqueda del sentido de la vida de las personas, en la trascendencia y en los aspectos espirituales. Autor de obras esenciales como “El hombre en busca de sentido”, “En el principio era el sentido”, “El hombre doliente” “Ante el vacío existencial”, o “La presencia ignorada de Dios”, entre otras, Frankl veía como uno de los grandes males de estos tiempos el hecho de que mucha gente tuviera con qué vivir pero no supiera para qué.
La magnitud de este fenómeno, al que se intenta escapar a través del consumismo desenfrenado, la búsqueda maníaca de la diversión, las adicciones, los fanatismos que ofrecen presunta seguridad y pertenencia a cambio de la renuncia a pensar, la compulsión tecnológica y otras vías de evasión, ofreció un dato particularmente significativo en un informe que este diario publicó el domingo 7 de mayo. Según el mismo, el suicidio adolescente es hoy en el país la segunda causa de muerte entre adolescentes de 14 y jóvenes de 24 años de edad (estos últimos no debieran ser llamados adolescentes, pues ya son cronológicamente adultos y considerarlos adolescentes no ayuda a su maduración emocional ni intelectual). En esa franja etaria la cantidad de suicidios se duplicó, de los 400 registrados en 2004 a los 800 contabilizados en 2015. Las fuentes son Unicef y el Ministerio de Salud de la Nación. Quedan afuera los casos en los que por pudor, prejuicios y tabúes sociales, hay resistencia a llamar a los suicidios por su nombre.
Los especialistas citan factores múltiples y puntuales para este inquietante problema. Van desde el bullyng hasta la desorientación sexual, la soledad, la ausencia de un entorno familiar contenedor, etcétera. Pero quizás deba prestarse atención a la ausencia de respuestas para la pregunta cardinal que citaba Frankl y que nos hace humanos: ¿para qué vivir? En buena medida la respuesta no asoma por carencia de herramientas orientadoras. Y si bien es cierto que la adolescencia es un período turbulento de la vida, con marcados altibajos emocionales, inconstancia, confusiones variadas, una identidad en construcción, labilidad y fragilidad, también lo es que precisamente esos factores hacen necesarios los modelos orientadores, las brújulas morales, el encuentro con la experiencias de quienes, por edad y antecedentes, han encontrado su para qué y construyeron sus vidas a partir de él, transitándolas con sentido. Esos faros no pueden ser sino los adultos cercanos y significativos. Resulta preocupante, entonces, la frecuencia con la cual esos faros están apagados y los chicos navegan a la deriva y en la oscuridad.
En su libro “Ante el vacío existencial”, el doctor Frankl cita un par de frases de una carta que le escribió un estudiante: “Me hallo rodeado por doquier de jóvenes de mi edad que buscan desesperadamente un sentido a su existencia”, dice uno de esos párrafos. “Hace poco murió uno de mis mejores amigos porque no pudo descubrir su sentido”. Frankl acota que esas palabras son representativas del sentimiento predominante entre los jóvenes. Pero, agrega, en los adultos aparece con frecuencia un pronunciado sentimiento de vacío profundo, aun a pesar de que hayan escalado posiciones sociales y económicas. Nadie (ni siquiera un psicoterapeuta) puede decirle a otra persona cuál es el sentido de su vida, señalaba Frankl, pero si puede afirmarle que ese sentido existe y que se conserva en todas las condiciones y circunstancias, pues se lo puede vislumbrar también en el sufrimiento.
El sentido, insistía el gran médico vienés, se descubre cuando la persona se pone al servicio de algo o de alguien. Servicio en tanto responsabilidad, compromiso, presencia, visión, empatía. Esto significa ir más allá de sí mismo, trascender. El ojo sano no se ve a sí mismo sino a todo lo demás, advertía a manera de ejemplo. De la misma manera alguien puede ayudar a otra persona a ver la realidad que lo rodea para que se oriente en ella, en lugar de ver solo adentro de sí mismo lo que esa persona cree que es la realidad. Si más adultos salieran de su propio encierro egoísta, si exploraran sus vidas mientras sirven con valores a algo o a alguien, posiblemente más jóvenes se verían alentados (por esa simple presencia y ese mismo ejemplo) a transitar la vida en pos de su propio para qué. Como humanos descubriremos en esa búsqueda que la respuesta nunca es “para pasarla bien”, “para gozar y consumir”, “para ocuparme de mi mismo por sobre todo”. Va más allá, se expresa en el amor, en los vínculos, en el trabajo, en la forma de vivir nuestros valores, en la presencia, en el servicio.
En otros de sus libros (“En el principio era el sentido”), Frankl cita este epigrama del poeta y filósofo bengalí Rabindranath Tagore (1861-1941): “Dormí y soñé que la vida era gozo. Desperté y vi que la vida era deber. Trabajé y vi que el deber era gozo”. Más vidas adultas guiadas por una consigna así protegerían, por su sola presencia, a más vidas jóvenes. Y en eso hay sentido.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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