En el nombre de las buenas historias
Edición Impresa | 27 de Agosto de 2017 | 08:12

Por MARCOS NUÑEZ
¿Qué tienen en común un periodista escéptico empleado en un diario de segunda o tercera línea con un sueldo de miseria y un militar irlandés devenido en proxeneta que hace espionaje en la Argentina para Gran Bretaña? Podrían decirse, tal vez, muchas cosas, pero quedémonos con una: que ambos son desconfiados por oficio. Y son marginales. Los destinos de estos dos hombres se verán ligados a partir de la mentira y la estafa.
Alfredo Benialgo construye una trama sólida e inteligente protagonizada por un periodista, Carlos Esteban Cochran Pellegrini, cuyo compromiso con la verdad es inversamente proporcional al tamaño de sus ambiciones; su máxima es: “No arruines una buena historia con la verdad”. Y es justamente en nombre de una buena historia que el periodista rellena, inventa y saca conclusiones a su antojo para escribir “La sombra del Capitán X”, un informe con el que se presenta a un concurso periodístico organizado por un importante diario colombiano.
Son los años 90. Gracias a Vargas, un amigo de Cochran relacionado al mundo del arte y la venta de antigüedades, da con una colección incompleta de Crónicas del Hampa Porteña, una revista amarillista que se publicó durante la década del 30. Desde las páginas de la revista, entre otros casos, el dueño, un poderoso empresario gráfico y reconocido germanófilo llamado Carlos Norris, denunció sistemáticamente a John Campbell por liderar no solo la mafia de la prostitución en el Río de La Plata, sino también el crimen organizado y el espionaje. A comienzos de los 40, Crónicas… dejó de salir tras el brutal atentado que sufrió Norris. Cochran, dueño de una monótona y abúlica rutina, inventó un final para esta historia y sus protagonistas y obtuvo el primer premio del concurso. Desde entonces, y una vez más gracias a Vargas, una a una las estanterías se le caen encima: las “licencias” tomadas al escribir el informe, el mundo de los anticuarios, falsificadores de arte, espías y estafadores, todo esto, lo expulsa a la aventura.
Una mujer somalí tiene la estructura de una clásica novela negra, donde el protagonista es el narrador; Cochran va descubriendo el velo de un mundo corrompido, sórdido, del que no se sale indemne porque meter las narices ahí implica ganarse sus machucones. En la novela, lo dicta el género, abundan los diálogos, y es a través de los diálogos que nos asomamos al alma de los personajes. Tomemos el caso del Rubio Campbell, quien habla del deber y la lealtad como “esas mierdas que nos han quemado por dentro” y, a un mismo tiempo, dice: “¡Qué estupidez! Tratar de explicar cómo era Kani! Uno cree que está describiendo a una mujer cuando en realidad lo que está tratando de hacer es explicar lo que siente por ella. Imposible”. El autor no nos dice que Campbell era un tipo duro, un asesino, ni tampoco que su mirada era sincera, tierna. El lector puede inferirlo a partir de su voz.
Si cabría hacerle una crítica a Una mujer somalí esta sería que la trama cierra de manera perfecta, sin dejar cabos sueltos; no le abre el juego al lector para completar la historia. Nada mejor que una anécdota que tiene como protagonista a Raymond Chandler para pensar sobre esta cuestión. En ocasión del rodaje de la película “El sueño eterno”, basada en la novela homónima del escritor estadounidense, cuando el director y los guionistas le preguntaron, al borde del colapso, quién era el asesino de un personaje que en la historia era un chofer, Chandler aseguró que él tampoco lo sabía.
Una mujer somalí es, quizá, la mejor novela policial publicada en el último año en el país. Démosle las gracias a Alfredo Benialgo por haberla escrito.
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