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Por JORGE ELIAS
@JorgeEliasInter
Seis de cada diez italianos apoyaron en las elecciones del domingo 4 a expresiones excluyentes o antisistema. Pudo ser un síntoma del malestar con la Unión Europea, más allá de que no haya sido el eje de la campaña. O pudo ser un síntoma de algo más preocupante y reiterado allende sus fronteras: el malestar con la inmigración y, por esa razón, la resurrección del nacionalismo. El mensaje, como en otros países, se resume en una sola palabra: frustración. En esa deriva cayeron Hungría, Polonia, República Checa, Grecia y Austria, ignorando, tal vez, que es más sensato encender una luz que maldecir las tinieblas.
Italia pasó a ser ahora el primer país europeo en el cual las fuerzas anti establishment alcanzan la mayoría absoluta. “La etiqueta populismo se aplica a veces de manera vaga, pero podemos usarla para definir movimientos que se presentan como una reacción contra el establishment corrupto y rechazan la integración internacional”, observa Alberto Mingardi, director general del Istituto Bruno Leoni. El título del artículo, publicado por el CATO Institute, lo sintetiza todo: El cementerio electoral de Italia. Se refiere al Movimiento 5 Estrellas, “libre asociación de ciudadanos” fundada por un cómico y un empresario de comunicación, y a la Liga, formación xenófoba inspirada en el Frente Nacional francés. El de Marine Le Pen.
La nueva máxima europea es votar y ver, como si se tratara de una extensión de la fórmula política wait and see (esperar y ver), habitual en Estados Unidos. En Europa votar es esperar, aunque el desenlace no arroje certeza alguna. Menos aún en Italia. Desde la creación de la república, en 1946, tuvo 66 gobiernos, de los cuales apenas seis han superado los dos años de duración. La incertidumbre sobre el futuro gobierno no tendría nada de malo si no hubieran pasado por el mismo trance Bélgica, España, Holanda, Irlanda del Norte, Alemania y, sin ser un Estado nacional, Cataluña, inmersa en el rollo de la independencia.
En todos los casos, las elecciones despertaron interrogantes por la dispersión de los votos y debieron zanjarse con arreglos de cúpulas. El motor de Europa, Alemania, demoró casi cinco meses en lograr consenso para un nuevo mandato de Angela Merkel, rubricado el mismo día de las elecciones italianas con una consulta en las filas del opositor Partido Social Demócrata (SPD) para recrear la llamada Gran Coalición. No por convencimiento, sino por temor al avance de Alternativa para Alemania (AfD), partido ultranacionalista, euroescéptico y xenófobo. La segunda fuerza del país, según los sondeos.
La prolongada ausencia de gobiernos establecidos a raíz de los entuertos electorales llevó al profesor Ed Turner, director de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Aston, de Birmingham, a preguntarse si “realmente necesitamos a los políticos”. Y, parafraseando a los cínicos, “si tiene algún sentido tener un gobierno, teniendo en cuenta que, aparentemente, funcionamos tan bien sin ellos”. El impasse de Bélgica duró 589 días durante los cuales su economía evolucionó mejor que el promedio europeo.
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En estos años prosperaron las clases medias de China y de India, entre otras, no la de Europa. Los hijos son más pobres que los padres y no tienen las mismas posibilidades de progresar. Los ingresos estancados y las dificultades para lograr algo tan esencial como un salario digno van a contramano de los discursos de los partidos tradicionales. Desde la crisis global de 2008 brotaron movimientos de derecha y de izquierda enfrentados con el orden establecido. Los remedios que ofrecen son falsos, pero las enfermedades son reales. Sus líderes extienden recetas fáciles e incorrectas, como el nacionalismo y el proteccionismo.
El malestar con la clase política barre de a poco a los partidos tradicionales. La mayoría de los gobiernos europeos depende de coaliciones no siempre estables o de alianzas y componendas circunstanciales. La convulsión pudo coincidir con el Brexit y con la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, pero encuentra una raíz más profunda en el descontento de buena parte de las sociedades con la plana mayor de la política y de la economía. Demasiado ensimismada para bajar dos escalones y auscultar la causa del fastidio, capaz de alterar el mapa de Europa y su división política.
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