Cultura de la muerte

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Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Monseñor

Queridos hermanos y hermanas.

El progreso científico y tecnológico de los últimos tiempos es, por una parte, una bendición de Dios, por todo el bien que hace; pero también, lamentablemente, en manos de personas malas ha sido utilizado para hacer mucho daño, en gran escala, como nunca se hizo en la historia. Se trata de una “cultura” de la muerte sin precedentes. Aquí se comprueba, una vez más, que el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor.

La expresión “cultura de la muerte” fue acuñado por san Juan Pablo II en su Carta Encíclica Evangelium vitae, sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, fechada el 25 de marzo de 1995. El Papa se refiere a una mentalidad, a un modo de ver al ser humano y al mundo, que fomenta la destrucción de la vida humana más débil e inocente por parte de los más fuertes y poderosos, de los que tienen voz y voto: es “una guerra de los poderosos contra los débiles”.

Lo novedoso y lo peor de esta conducta es el hecho de que gran parte de la sociedad la justifica en nombre de una falsa libertad individual, y que incluso ha logrado, en muchos países, que los gobiernos la legalicen y que un gran sector de los médicos la practiquen. Es el imperio de una conducta hipócrita.

El aborto, la eutanasia y la manipulación de embriones son los ejemplos más dolorosos de esta situación, de esta “estructura de pecado”

 

El aborto, la eutanasia y la manipulación de embriones son los ejemplos más dolorosos de esta situación, de esta “estructura de pecado”. Ya no se trata de una matanza de seres inocentes por medio de guerras y atropellos bélicos, sino de una silenciosa, sutil y nefasta destrucción de la vida humana, que cuenta incluso con la aprobación de un gran sector de la sociedad, con el amparo de leyes inicuas, y que es concretada precisamente por algunos de aquellos que deberían ser los primeros defensores de la vida: los profesionales de la salud.

Es evidente que, en los últimos tiempos, se han agudizado de modo alarmante las más crueles amenazas a la vida de los individuos y de las comunidades humanas. En efecto, a las graves plagas del hambre, de las enfermedades y de las guerras, se ven proliferar otras más sofisticadas y aun más atroces y vergonzosas. Se trata de un continuo atentado a la vida, que sólo pertenece a Dios.

A fines de 1965, el Concilio Vaticano II, declaró que “Todo cuanto atenta contra la vida – homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado –; cuanto viola la integridad de la persona humana, como por ejemplo las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los intentos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas o de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana; todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (GS, 27).

Además, si es gravísimo que se eliminen innumerables vidas humanas, tanto incipientes como adultas, no es menos grave y preocupante la deformación de la conciencia de las personas, a las que les resulta cada vez más difícil mantenerse en el equilibrio y distinguir entre el bien y el mal en lo que se refiere al valor fundamental de la vida humana y su carácter inviolable.

De todos modos, tengamos confianza: ¡La Vida no podrá ser vencida!

 

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