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A sus 86 años, Juan Molina sigue levantándose cada mañana a las 5 para llevarle el desayuno a una legión de clientes fieles que tanto como sus cafés valoran su don de gente y su invariable buen humor
“MUCHA GENTE ME AYUDA PARA QUE PUEDA SEGUIR TRABAJANDO”, CUENTA molina JUNTO A SU BISNIETO TOMÁS/ C. SANTORO
Desde que a mediados de los sesenta, con dos hijos chicos y la necesidad de llevar unos pesos más a su casa, Juan Molina llenó unos termos y salió a la calle a vender café, la Ciudad que lo recibió no ha parado de mutar. Los tranvías que todavía circulaban por entonces fueron desplazados por un tránsito de autos y micros cada vez intenso; muchos empedrados se volvieron pavimentos, los edificios ganaron altura, la calle se llenó de gente hablando por teléfono y los saldos de los comercios pasaron a ser “sales”. Pero ajeno a esas transformaciones del paisaje, y un poco también al paso del tiempo sobre sí, si algo no cambió en el medio siglo transcurrido es la determinación con la que Juan arranca su jornada laboral. A sus 86 años, cada mañana sigue levantándose a las 5 para agarrar la bicicleta y llevarle el desayuno a una legión de clientes que tanto como sus cafés valoran su don de gente y su invariable buen humor.
“No hay día que alguien no me pregunte la edad. En ocasiones hasta tres o cuatro veces en un mismo día. ¿Otra vez?`, les digo yo. Y cuando les cuento que tengo 86 van generalmente a llamar a alguien y le dicen ‘¡mirá como está y tiene 86!`. A mí me causa un poco de gracia que les sorprenda la edad que tengo o que enseguida quieran mandarme al médico: ‘¿No se hace chequeos?’, me preguntan algunos; y yo les digo `¿para qué?` A esta edad seguro que si voy algo me encuentran”, cuenta Juan sin dejar de sonreír.
Quienes lo conocen saben sin embargo que no es el hecho de que se pase las mañanas yendo de acá para allá con su bicicleta lo que sorprende cuando Juan confiesa la edad. Son sus ganas de relacionarse con la gente y de charlar sin tomarse nada demasiado en serio ni caer en la queja lo que transmite sobre todo esa impresión de juventud.
Oriundo de Ranchos, donde nació el 14 de junio de 1933, aunque platense por adopción desde que llegó a la Ciudad en brazos de sus padres, si de algo parece enorgullecerse Juan es de su club, Gimnasia, y del barrio en que se crió. “Víviamos entre La Loma y La Cumbre. En ese tiempo todas las calles eran de tierra, el arroyo El Gato pasaba a media cuadra de casa y no faltaba lugar para jugar a la pelota hasta que se hacía de noche”, rememora Juan sin dejar de reconocer que pese a la añoranza que siente por esos días “eran tiempos de mucha necesidad”.
Apenas completar la primaria en la Escuela Almafuerte, le llegó como a otros chicos del barrio la hora de salir a trabajar. “No era yo solo -dice-; todos los chicos trabajábamos entonces para ayudar con la casa. En mi caso trabajé como repartidor en una casa de pensionados, empleado de verdulería, dependiente en una perfumería y otras cosas que ya ni me acuerdo; todo eso antes de la conscripción”.
Las tardes con la barra “en la esquina de diagonal 73 y 26, donde entonces había un boliche”, los torneos de fútbol con equipos de otros barrios linderos y los bailes se cortaron sin embargo para él con el servicio militar. Era el año 1955 y la llamada “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón encontró a Juan haciendo la conscripción en la base naval de Río Santiago donde, de la noche a la mañana, terminó detenido junto a decenas de otros conscriptos sin entender nunca por qué.
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“Cuando uno está haciendo la conscripción no le dicen nada a uno. Y aunque yo no era del arma, sino que estaba de mozo en el casino de oficiales, nos rodearon por la noche y a la mañana siguiente nos llevaron a todos detenidos. Estuvimos ocho días encerrados; casi todos conscriptos. Recuerdo que cuando finalmente nos soltaron la gente nos aplaudía sin que nosotros termináramos de entender el motivo”, cuenta Juan al explicar que ese día terminó para él el servicio militar.
De vuelta a la vida civil y en la necesidad de subsistir pasó por innumerables empleos. Fue dependiente en comercios, mozo, empleado de Correos, trabajador de Astilleros, guardia en un establecimiento penal… así hasta que entró en su vida la venta ambulante de café. “Como tener solamente un trabajo no me alcanzaba, un muchacho amigo que ya era cafetero me ofreció empezar a salir con él. Y aunque yo nunca había vendido nada en la calle me largué por necesidad. Tenía 32 años y en ese tiempo se trabajaba muy bien. Había muchos cafeteros en el centro: sólo en la zona donde andaba yo éramos unos ocho o diez”, recuerda Juan.
A fuerza de cordialidad y buen humor, Juan logró de entrada hacerse entre comerciantes y oficinistas una clientela leal; de hecho, algunos de ellos hace décadas que lo esperan cada mañana para que les lleve el café. “Tengo la suerte de que no necesito dormir demasiado y me gusta conversar: cuando tengo que hacer una cola, si no engancho al de adelante engancho al de atrás para sacarle charla”, cuenta al explicar cómo ha conseguido subsistir tanto años en un oficio en extinción.
“Además tengo la suerte de que mucha gente me ayuda -dice luego como reparando una ingratitud-: me permiten dejar la bicicleta en la zona de la Estación para no tener que venir pedaleando todos los días desde Altos de San Lorenzo, hasta el centro, y también para poder preparar los sánguches acá. De esa manera me alcanza con levantarme a las cinco y media para preparar el café en casa, pasar a buscar la bicicleta y arrancar”.
Aunque su ronda de venta (que hoy se concentra en 7 entre 46 y 48) concluye habitualmente alrededor de la una, el trabajo para él no termina hasta un par de horas después. “Siempre hay algo que comprar para el día siguiente”, explica Juan, quien recién entonces vuelve a su casa en Altos de San Lorenzo donde Coca, su esposa, lo espera para almorzar.
“He tendido la suerte de que en todos los lugares donde estuve coseché amigos y que las personas que me conocieron me siguen saludando, lo que siempre me produce mucha satisfacción”, dice Juan de visita en la redacción de El DIA junto a uno de sus dos bisnietos, Tomás.
Defensor de modales un poco en desuso, una de las cosas que más sorprende a Juan es que se haya perdido un poco la costumbre del saludo. “No cuesta nada -dice-, como tampoco cuesta nada abrirle la puerta al otro, ceder el paso, ser un poco galante, no atropellar. No digo que hoy todo el mundo sea así -aclara luego-: si se fija bien, va a ver que los que más saludan son los jóvenes; suben al micro y siempre saludan al chofer”.
“En una oportunidad, un cliente de muchos años me dijo: `¿usted Molina cree que vende mucho porque hace rico el café? Se equivoca: vende mucho por cómo es usted”, cuenta Juan tan orgulloso de ese inesperado reconocimiento como de otro que ha comenzado a registrar en los últimos años en la forma en que la gente se dirige a él: “cuando empecé con el café tenía 32 años y me decían Don Juan; ahora tengo 86 y soy Juancito. ¡Hasta los chicos me dicen así!”, cuenta sin dejar de sonreir.
“Cuando empecé con el café tenía 32 años y me decían Don Juan; ahora a los 86 soy Juancito”
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