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Héctor Rubini
eleconomista.com.ar
La crisis actual muestra varias peligrosas semejanzas con la Gran Depresión, la deflación japonesa hasta 2008 y la Gran Recesión poscrisis subprime. El mundo asiste a un escenario en el que millones de personas no trabajan por estar afectadas por el virus, otras no pueden ir a su puesto de trabajo habitual y el distanciamiento físico para contener la expansión del COVID-19 no va a desaparecer hasta que no se inocule a prácticamente toda la población mundial con una futura vacuna, por ahora incierta.
Como observamos algunas semanas atrás, la disyuntiva para la casi totalidad de los países del mundo es entre una gran recesión y una gran depresión. Cualquier pronóstico de países con crecimiento cero o positivo para 2020 está bajo seria duda y a pocas semanas de conocidas las proyecciones del FMI y otros organismos, esos números ya suenan extremadamente optimistas frente a lo que se espera para el resto del año.
Los países en conjunto (no sólo sus gobiernos) enfrentan un camino tremendamente resbaladizo a la hora de optar sobre flexibilizar las cuarentenas (totales o parciales) o no. Y en caso afirmativo, se presentan dos preguntas difíciles: cómo y cuándo.
Sin vacuna a la vista, una liberación total es exponerse a una catástrofe como las que estamos observando desde hace semanas en Guayaquil o Nueva York. Hacerlo parcialmente exige discriminar por tipo de actividad, lugares, edades, grado de aglomeración potencial, capacidad de identificar y aislar portadores asintomáticos.
El cuándo no es independiente de lo anterior. Y allí asoman varias cuestiones: si hacerlo a distintas fechas o no para distintas personas, actividades y áreas geográficas, de manera gradual-secuencial o no, y definiendo previamente qué umbrales de contagio-mortalidad y costo-beneficio sanitario y económico justificarían mantener esas flexibilizaciones, o dar marcha atrás y retornar a confinamientos que interrumpan actividades económicas.
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Los confinamientos son la única herramienta para evitar una crisis sanitaria descontrolada mientras no se cuente con una vacuna. Pero administrarla exige no sólo que la población se adapte a vivir sin encierro, sino también acceso a recursos monetarios, alimentos, medicamentos, energía y acceso a comunicaciones (telefónica e internet). Algo que sin actividad económica exige fondos imposibles de ser obtenidos por las empresas. A mayor rigor de los confinamientos menor actividad, mayor destrucción de la capacidad financiera de las empresas e inevitablemente su cierre con su secuela de corte final de los contratos laborales.
Esta dinámica, ya en curso en nuestro país y en el exterior, sólo puede ser contenida con la asistencia estatal. Esto es, no sólo créditos sino asistencia directa, vía aportes no reintegrables por persona, cualquiera sea su ingreso. Aún con tasas de interés reales negativas, ninguna empresa pequeña o mediana tiene certeza de poder devolver créditos a 6-12 o más meses. Y en el caso de las más grandes, sólo podría haber cierta normalización recién cuando la proximidad de cierta normalidad permita poner fin a las interrupciones en el transporte y en las cadenas de suministros. Pero sin vacuna a la vista, al menos hasta el año próximo, la incógnita es cuán duradera y aguda será la caída de la actividad, no cuándo volverán los buenos tiempos y si con la futura facturación (hoy inexistente) se podrían devolver créditos aún a tasa subsidiada.
Otra pregunta inevitable es qué tipo de recesión se puede venir. La llamada “L” es en principio la más temida por banqueros y gobernantes. Implica un “piso” irreversible por años de pobreza, con deterioro inevitable de la solvencia (ya no sólo de la liquidez) de familias, empresas financieras y no financieras y gobiernos.
La dinámica macro puede tomar diversas configuraciones según el país: a) estancamiento con estabilidad de precios de bienes y destrucción de valor en bienes durables y activos financieros, b) deflación con caídas abruptas futuras del empleo, c) estancamiento o nuevas caídas de actividad y empleo con desabastecimiento y aceleración inflacionaria en los mercados de bienes, y deflación de activos reales y financieros. Las espirales inflacionarias y deflacionarias asoman con alta probabilidad tanto para países que prolonguen en extremo sus cuarentenas, como para los que incurran en las imprudencias observadas, por ejemplo, en Gran Bretaña, Estados Unidos y en buena medida Brasil.
La mejora transitoria en algunos indicadores sanitarios bien puede estimular liberaciones imprudentes o no muy pensadas, y desatar rebrotes que fuercen a medidas más extremas aun que las cuarentenas iniciales. Algo que puede también resultar de medidas económicas que destruyan la confianza y los incentivos a la inversión, como cierto exceso en restricciones al transporte, el comercio e incluso a las transacciones financieras. Los controles de cambio pueden desalentar la huida de corto plazo a moneda extranjera, pero pueden disparar la huida de depósitos en moneda extranjera. La caída de la demanda de depósitos y de dinero local, no sólo extranjero no es de descartar en escenarios de recesión con alta inflación y desconfianza a las autoridades. La experiencia de Venezuela, más allá de connotaciones ideológicas puede reproducirse no sólo en nuestra región, sino en cualquier otro país en el que se presente la fatal combinación de huida de dinero local, y huida de depósitos, con o precedida por huida de la deuda pública.
Por otro lado, los excesos de confianza ante incipientes signos de mejora pueden ser engañosos. Si un gobierno libera prematuramente los controles, se arriesga a un estallido de COVID-19 y a optar por medidas más duras, de impacto más empobrecedor que las iniciales. Y si opta por preservar políticas macro de insuficiente impulso a la demanda y estímulo a la oferta agregada, o las abandona prematuramente ante incipientes signos de reactivación, puede conducir a un agravamiento de la dinámica recesiva. El primer error ya lo cometió EE UU en 1918 con la Gripe Española. El segundo, observado este fin de semana por el profesor Jeffrey Frankel, fue cometido en 1936 y 1937 por Franklin Roosevelt. El riesgo, es el de provocar una recesión en forma de “W”, no de “L”. Evitar una caída de ese tipo, volátil, engañosa y probablemente persistente exige no equivocarse ni con la administración de los controles sanitarios, ni los de instrumentos de estímulo a la demanda y a la oferta por parte de las autoridades.
La tarea no es fácil, dada la incertidumbre reinante, pero exige no sólo adaptar exigencias sanitarias y económico-financieras a una realidad recesiva y de mayor conflictividad interna. Pero también a un mundo más selectivo y con menor demanda de exportaciones, en el que deberán obtenerse divisas y pagar compromisos externos. Algo que exige consolidar, más bien que debilitar, acuerdos regionales, y facilitar las vías para revertir el impacto devastador de esta pandemia. Si algo queda más claro que antes, es que reactivar el mercado interno es por cierto necesario, pero para revertir el empobrecimiento que va a dejar esta crisis, es más que insuficiente.
“La disyuntiva para casi todos los países es entre una gran recesión y una gran depresión
“Dos preguntas difíciles para flexibilizar las cuarentenas: cómo y cuándo
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