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SERGIO SINAY (*)
Por SERGIO SINAY (*)
El escenario laboral presenta en estos días dos fenómenos extremos. Por una parte, la desocupación, que en la Argentina afecta oficialmente a casi tres millones de personas entre desempleados, subocupados y personas con dificultades de empleo, según cifras del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). Por otro lado, entre quienes tienen trabajo, se extiende dramática la epidemia de “burn out”, término que define al síndrome de desgaste laboral. Vulgarmente personas “quemadas”, con afecciones psíquicas, emocionales y físicas originadas en el exceso de trabajo y en disfuncionalidades vinculadas con su tarea. Desde ambos extremos se puede observar que el sentido y el propósito del trabajo, algo inherente a la naturaleza humana, se han degradado hasta desaparecer. Muchas personas sufren por no poder incorporarse a la vida productiva, otras padecen dentro de esa vida por las condiciones en que la atraviesan y otra gran cantidad, silenciosa, desempeña sus oficios y profesiones de manera mecánica, automática y burocrática. Si se les preguntara para qué trabajan es posible que su respuesta fuera “para ganarme la vida” o “porque de algo hay que vivir”. Esa respuesta limita la función del trabajo al mantenimiento de la vida vegetativa: comer, beber, respirar, dormir, reproducirse. No aparece en ella la dimensión existencial, espiritual, trascendente del trabajo.
En “La condición humana”, obra capital que refleja su pensamiento, la filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975) establece una diferencia entre mundo y planeta. Mundo es el ámbito creado por los seres humanos, en el cual ellos se relacionan, actúan y se desempeñan. Planeta es el espacio físico total habitado y compartido por todas las especies. El mundo así considerado, señala esta pensadora esencial, está compuesto por cosas producidas por los humanos y esas cosas los condicionan y también los ayudan a trascender, puesto que mientras ellas perduran y se transmiten de generación en generación, además de modificar y transformar al planeta, la vida de las personas es finita en el tiempo.
Como se ve, una función poco examinada y recordada del trabajo es dejar huella de nuestra presencia en el tiempo. Quien no trabaja padece, en lo más profundo de su inconsciente, la angustia de la esterilidad existencial, la recóndita sensación de estar exiliado de la vida. Por otra parte, quien labora de una manera desgastante, bajo exigencias abrumadoras (auto impuestas o recibidas externamente) y en ámbitos emocionalmente tóxicos, está lejos de relacionar su quehacer con algo que trascienda más allá de lo repetitivo. En palabras de Arendt: “El trabajo y su producto artificial hecho por el hombre, concede una medida de permanencia y durabilidad a la futilidad de la vida mortal y el efímero carácter del tiempo humano”.
Tanto cuando una persona pierde su trabajo o no encuentra empleo, como cuando desempeña su labor en condiciones o estilos agobiantes, queda desconectada de la dimensión espiritual del trabajo y, más allá de sus calvarios económicos, vinculares, físicos o psíquicos, ve afectada su condición humana. También hay animales que trabajan, sea por instinto (como las abejas, las hormigas, los castores o los horneros, por ejemplo) o bajo el yugo humano (como burros, mulas, caballos, perros, bueyes y otros). Son los que Arendt llama “animal laborans”, a diferencia del “animal rationale”, el humano. El trabajo animal tiene que ver pura y exclusivamente con la supervivencia, es el trabajo del cuerpo, mientras que en el trabajo humano intervienen la razón, la creatividad, la elección, la voluntad, la imaginación. Y, además de la mente, las manos, dato esencial. El humano no está condicionado para una única tarea, la supervivencia a través del trabajo no es un fin, es la base para desempeñarse en el mundo y explorar un propósito trascendente en su vida. Thomas Carlyle (1795-1881), historiador y ensayista inglés, lo expresaba de una manera clara al decir que veneraba “a aquel que trabaja por las imprescindibles necesidades del espíritu; no por el pan cotidiano, sino por el pan de la verdadera vida”.
Pese al significado del trabajo en la vida humana, no todos los oficios y profesiones son igualmente valorados, deseados, gozosos o satisfactorios. Tampoco las condiciones en que se realizan. Si existiera la completa posibilidad de elegir (lo cual es una mera ilusión, pese al marketing que el capitalismo hace de una libertad absoluta que no es tal, y mucho menos en las condiciones de rapiña del actual capitalismo tardío), muchos trabajos no serían escogidos, pero la verdad del asunto es que, en mundo donde el 10% de los habitantes acumula la riqueza producida por el otro 90%, el panorama de las opciones resulta estrecho. Aun así vale una reflexión del novelista polaco Joseph Conrad (1857-1924), autor de “El corazón de la oscuridad” y “El agente secreto” entre otras obras, quien decía: “No me gusta el trabajo, a nadie le gusta; pero me gusta que, en el trabajo, tengo la ocasión de descubrirme a mí mismo”.
Incluso en la más opaca y gris de las tareas, hay un ser humano único, inédito e irrepetible que la realiza y que, si se da a sí mismo la posibilidad, y le son brindadas las condiciones, puede poner en ella una impronta especial, puede encontrar, aunque sea difícil y a veces penoso, una manera de dejar huella en el mundo y en otros. Acaso en eso pensaba el ruso Boris Pasternak (1890-1960), autor de “Doctor Zhivago”, al decir que “el trabajo ayuda siempre, puesto que trabajar no es realizar lo que uno imaginaba, sino descubrir lo que uno tiene dentro”. Y en este punto es oportuno regresar a la cuestión de la actual etapa capitalista y su secuencia de avances tecnológicos no siempre guiados por una brújula moral. Como nunca, para este sistema voraz en el cual lo que no es negocio y rentabilidad se desecha o se desprecia (vale para la economía, la cultura, el deporte, la salud y todas las actividades humanas), el ser humano es una variable descartable o valorada en función de su productividad. Si los números económicos no cierran, se descartan personas, si es más barato remplazarlas por programas de computación, algoritmos o productos de la Inteligencia artificial, se los remplaza. Allí está una causa importante del desempleo mundial, además de las burbujas financieras, inmobiliarias, tecnológicas y de las repetidas malas praxis económicas de los gobiernos que asolan hoy al mundo. Y en el otro extremo, si hay quienes son víctimas del “burn out”, si se reproducen exponencialmente los quemados profesionales y laborales, lo que se intenta, en caso de que aún se los considere útiles, es repararlos, como a piezas de una máquina, para devolverlos a su función mediante herramientas que van desde entrenamientos, psicoterapias analgésicas o prácticas de nombres que siempre terminan en “ing” y que tienen efectos pasajeros antes de ser remplazadas por otras. Mientras los desocupados son cifras estadísticas y los “quemados” piezas a reparar, lo que no se revisa, porque atenta contra intereses poderosos, es cómo devolverle al trabajo su perdida dimensión existencial y espiritual.
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