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Una joven reveló en Twitter que tuvo que llevar a sus bebés a una comisaría para reconocerlos por las huellas dactilares. Platenses que vivieron la experiencia como protagonistas y como padres, cuentan sus historias. Simbiosis, mitos y amores entrañables, más allá de la genética
Belén y Emiliano, junto a su hijo mayor, Valentino, y los gemelos Dante y Augusto
Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com
Rosa Suárez gustaba de contar que supo que tendría gemelas en el mismo momento en que nacieron, el 23 de febrero de 1927, cuando la partera le pidió “otro esfuerzo, doña Rosa, que viene otro”. Y que el padre casi se desmayó. Las bebas eran idénticas, salvo que María Aurelia Paula pesaba más que Rosa María Juana, razón por la cual a la primera la apodaron “Gordi” (transformado a Goldy, con los años) y a la segunda, todavía hoy, se la conoce como “Chiquita” o “Chiqui”. Mirta Legrand y su hermana probablemente sean las gemelas más famosas de Argentina, aunque todavía hoy las sigan mal llamando “mellizas”, como a los gemelos platenses Guillermo y Gustavo Barros Schelotto. Sin embargo, esta confusión popular en términos genéticos ni se acerca a la que tuvo Sofía Rodríguez, una joven que hace dos semanas le sacó la pulserita a uno de sus gemelos para cambiársela al otro día y ya no pudo distinguir cuál de ellos era Valentín y cuál Lorenzo. Los nenes tienen ahora poco menos de dos meses. Y, hasta donde se sabe, la duda se mantiene intacta.
“Mañana tengo que ir a la policía para que les tomen la huella digital a mis gemelos y me digan cuál es cuál, el premio a la madre del año me gané”, escribió Sofía en su cuenta de Twitter, en un hilo que destapó una ola de repercusiones y tuvo más de siete millones de interacciones.
“Nos levantamos toda la noche para darles de comer y cambiarlos, pero en un momento se nos confundieron; al otro día ya no sabíamos cuál era cuál”, reveló Rodríguez.
Los gemelos provienen del mismo óvulo y el mismo espermatozoide que se dividieron luego de la fecundación, dando lugar a dos individuos distintos, aunque genéticamente idénticos. Por eso siempre son del mismo sexo, a diferencia de los mellizos, que provienen de dos óvulos y espermatozoides distintos, y lo único que comparten es el período de gestación y el parto.
Desde 1980, aumentó un tercio la cantidad de gemelos que nacen en el mundo, alcanzando, aproximadamente, a 1,6 millones cada año, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Dicho de otro modo, de cada 42 niños que nacen, uno es un gemelo.
El número absoluto de este tipo de partos se disparó a nivel global, excepto en América del Sur, según reveló una investigación de especialistas de la Universidad de Oxford que publicó Human Reproduction. Entre otras cosas, adjudican el fenómeno a la reproducción médicamente asistida (MAR) y al retraso en la maternidad, ya que la probabilidad de tener gemelos aumenta con la edad de la madre.
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Retomando la historia de la confusión viral de Sofía, el larguísimo hilo de Twitter convocó a miles de personas que contaron sus experiencias con o como gemelos, algunas de las cuales confesaron no estar del todo seguras de que su nombre sea el mismo que les pusieron al nacer. Más allá de los detalles, la masividad del posteo y los relatos confirman que es una experiencia única.
“De bebés no los reconocía”, admite Belén López Silva (36), mamá de gemelos que hoy tienen 7 años; “tenía que verlos juntos y observarlos muy bien para saber cuál era cuál”. Apenas nacieron, en el hospital les colocaron una pulserita: la de Dante tenía el número 1 (nació primero) y la de Augusto, el 2. El Registro de las Personas los numeró en distinto orden, pero en la familia bromean con que Dante es el mayor, aunque la genética formule conclusiones distintas.
“Después le pusimos una pulserita a uno solo”, cuenta Belén, no sin aclarar que a una semana de nacidos ella ya lograba reconocerlos “por los gestos y por una manchita que Augusto tenía en una pierna”. El resto de los mortales, claramente, no. Y es por eso que desde el maternal la llamaron con indisimulable angustia cierta vez que a Dante se le cayó la pulsera. “Hoy veo sus fotos de bebés y, por separado, me cuesta saber cuál es cuál”, asegura.
Ciertas “señas particulares” ayudan mucho en esto de la identidad de los gemelos. Sebastián Garganta (50) lo sabe bien: “Yo tenía un lunar grande en el pecho y era la manera de saber cuál era cuál, y si estábamos vestidos, nos ponían una cintita de color, porque si no, no había manera de saber a quién le habían dado la teta o el remedio”, explica. A modo de ejemplo, recuerda una anécdota que sigue circulando fuerte en su familia y que los tiene como protagonistas a él y a su gemelo José, muy de bebitos, en unas vacaciones en Pinamar.
“A José tuvieron que operarlo de urgencia en Madariaga porque se clavó en el paladar la parte de atrás de una espumadera”, recuerda. Ya con el alta y el cansancio del postoperatorio, los padres decidieron turnarse para poder dormir. Después de una de las primeras (y larguísimas) noches, el padre se quejó por el llanto incontrolable de Sebastián, quien al parecer hacía berrinches desde la cuna mientras su convaleciente gemelo dormía plácidamente en brazos. “Pero el que estuve a upa toda la noche fui yo y era José, operado, quien estaba en la cuna”, revela Garganta sin poder contener la risa.
Todos coinciden en que las diferencias se van marcando con el paso de los años. “El que comparte tiempo con nosotros enseguida nos saca la ficha”, jura Sebastián, salvo -aclara- “que no sepa que tenemos un gemelo. Ahí surge la confusión. Si lo cruzan a José suponen que soy yo el que no lo saluda, o al revés. Encima no nos creen”.
La historia de Gabriel y Tomás Chapunov (47) es bastante particular, por varias circunstancias. En pleno proceso de separación, sus padres (que tenían ya tres hijas) sucumbieron a los consejos de un tío y el abogado de divorcio, que los convencieron de intentarlo de nuevo. Ella quedó embarazada de gemelos y, antes del parto, la pareja terminó de completar aquel trámite que había quedado en stand by. En definitiva, apunta Gabriel, para cuando ellos nacieron, sus padres ya vivían en casas distintas y, “a los pocos meses, mi hermano y yo terminamos viviendo separados también”, todos en Bahía Blanca. Tomás, con la madre, y Gabriel en la casa que dos tíos habían comprado con su padre. Se veían muy de vez en cuando, hasta que, alrededor de los 12 años y con encuentros cada vez más frecuentes por los intereses que compartían, una tragedia familiar dejó a su padre casi inmovilizado y ellos conviviendo en la casa.
“En la secundaria, los dos fuimos al mismo Colegio, el Nacional 1 de Bahía Blanca”, al que entraron porque uno de ellos salió sorteado. Y ambos fueron “escoltas de la bandera, a la vez”, como en espejo: “Un paralelismo milimétrico del promedio de las notas de doce materias, donde la segunda y tercera nota promediadas, de entre todo el Colegio, eran la mía y la de mi hermano, con una diferencia de centésimos”, reflexiona Gabriel.
Belén supo que estaba embarazada de gemelos con la segunda ecografía y la frase “los dos bebés están bien”. Para entonces ya tenía un hijo de dos años, y aunque en la familia de su marido “hay algunos gemelos”, admite que la noticia fue un verdadero shock para los dos.
El crecimiento de Dante y Augusto, detalla la mamá, fue “bastante parejo, con diferencia de algunos gramos y centímetros” imperceptibles a la vista. Fueron juntos al jardín de infantes, pero desde que arrancaron la primaria asisten a grados distintos, porque “hacían mucho complot y todo de a dos”. Creyeron que iba a resultar difícil, pero no. Eso sí, en los recreos se juntan y tienen amigos en común.
“En el jardín nos decían que eran como dos amigos que están 24 horas juntos. Y es así. Se ponen de acuerdo para pelear al hermano, para dejarlo jugar con ellos, o en la rutina, jugar, hacer la tarea, un deporte. Siempre tienen que estar de acuerdo”, revela Belén.
Después de Sebastián y José, sus padres tuvieron otros dos hijos, con dos años de diferencia cada uno. “José y yo crecimos exactamente iguales, medimos lo mismo, de chiquitos se nos ponía el pelo igual, nos desarrollamos los dos al mismo tiempo. Cuando empezamos a jugar al rugby, jugamos de centro, después pasamos a wines, siempre en el mismo puesto y hacíamos todo juntos”. Aclara Sebastián que no estaban aislados, porque la suya siempre fue una familia numerosa, pero él y su gemelo funcionaban en una suerte de dupla imbatible: “Cuando nuestro primer hermano ya tenía edad de jugar, venía a preguntarnos si estaba jugando con nosotros, porque le decíamos que sí, pero que se fuera un poco más lejos”.
Sebastián y José hicieron la secundaria en el Colegio Nacional de la UNLP, en cursos separados, y ambos arrancaron la carrera de Derecho, que abandonaron casi al mismo tiempo. Comparten vacaciones, tuvieron la misma cantidad de hijos (3 cada uno) y trabajan juntos en un Registro Automotor.
“Algo que me sorprendió siempre de Tomás es que seamos tan parecidos en los intereses, en los gustos, en la forma de ser”, remarca Gabriel, convencido de que también es inquietante “que las medidas del cuerpo sean similares”, sobre todo considerando que “durante años ni siquiera vivimos juntos, ni comimos lo mismo, ni tuvimos las mismas enfermedades o momentos de estrés o de alegría, ni los mismos amigos o historias personales”.
En lo físico, suma, también “estamos a la par. Varias veces hemos probado de correr una carrera a todo lo que da y siempre llegábamos igual. Y sé que yo hacía lo imposible físicamente por pasarlo, pero no le sacaba cinco centímetros por más de un segundo. También jugábamos pulseadas a pedido de nuestros compañeros, y nunca ganaba ninguno: era como pulsear contra una pared”.
Gabriel y Tomás Chapunov tienen un fuerte vínculo con la carrera de Derecho. Gabriel es abogado y profesor en la cátedra de Derecho Internacional Público de la UNLP y Tomás es oficial mayor en la Defensoría General de Bahía Blanca. Mantienen un contacto permanente a través de distintos grupos de WhatsApp que crearon exclusivamente para ellos, en los que intercambian información de intereses en común. Todas estas experiencias Gabriel las está volcando en una novela que, probablemente pronto, saldrá a la luz.
Aunque tengan 7 años y no 50 o 47, como los Garganta y los Chapunov, Dante y Augusto también tienen gustos casi idénticos. “Salvo por el fútbol. Augusto juega porque lo hacen los hermanos, pero después miran los mismos dibujitos, terminan eligiendo la misma mochila y quieren usar la misma ropa, aunque nosotros querramos vestirlos distinto”, dice Belén.
Existe el mito de que los gemelos están conectados para siempre, sin importar tiempo ni espacio.
“Cuando eran bebés –cuenta Belén- yo tenía a uno de ellos a upa y el otro estaba durmiendo al lado. Le hice cosquillas al que tenía en brazos y el otro empezó a reírse. Quizás fue casualidad o que estaba soñando, pero pasó”.
En referencia a esto, Gabriel revela que hace poco tiempo se vio afectado por un repentino e inexplicable dolor en la rodilla izquierda. “Se lo comenté a Tomás y me preguntó si era la izquierda, porque él se la había lastimado jugando al fútbol”.
Sebastián no puede dar cuenta de experiencias parecidas, porque, calcula, “nunca estuve lejos de José. Sé cómo está o qué le pasa porque lo veo todos los días, nunca nos separamos tanto. Y, más allá de las diferencias, con nadie tengo el mismo vínculo que tengo con él”.
Otro mito urbano que circula en torno a los gemelos es que pueden sacar provecho del parecido. “Una sola vez le pedí que hiciera el examen de física, porque teníamos el mismo profesor y él se había sacado un 8”, revela Sebastián, pero la experiencia no resultó como esperaba: “En mi examen sacó un 4. No le pedí nunca más que me reemplazara”.
Belén y Emiliano, junto a su hijo mayor, Valentino, y los gemelos Dante y Augusto
Gabriel y Tomás Chapunov, de niños
Gabriel y Tomás Chapunovde adultos . Hasta los 12 años vivieron separados y hoy residen en ciudades distintas, pero el vínculo siempre fue inquebrantable
José y Sebastián Garganta. Estudiaron en las mismas escuelas y facultad, tienen la misma cantidad de hijos, vacacionan y trabajan juntos
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