La difícil tarea de construir la confianza en uno mismo

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A veces siento que confiar en uno mismo es como andar en bicicleta por una avenida de la Ciudad en hora pico: un acto de fe en que ningún auto te va a cerrar, en que vos vas a poder esquivar los pozos, y en que, si te caés, al menos alguien va a frenar a ayudarte.

Pero no siempre fue así. Durante muchos años, yo era de los que frenaban antes de pedalear.

Soy de Gorina, en una casa donde el miedo estaba bien visto. Miedo a equivocarse, a decir una pavada, a pedir algo que no correspondía. Miedo a querer demasiado. Cuando era chico, si me entusiasmaba mucho con algo, mi vieja me decía que no me hiciera ilusiones “por las dudas”. Y con el tiempo empecé a aplicarlo a todo: a los trabajos, a los vínculos, a los proyectos. Como si desear mucho fuera sinónimo de decepción asegurada.

Ya adulto, y con unos cuantos tropezones en el haber, me di cuenta de que mi problema no era que la vida fuera dura (que lo es), ni que la suerte me fuera esquiva (aunque a veces también), sino que yo no confiaba en mí. No me creía capaz. No me bancaba ni siquiera que me fuera bien. Una vez, después de que hacer un buen trabajo, pasé dos días enteros esperando que alguien me señalara un error, que alguien dijera “no es para tanto”. Nadie lo hizo. Pero yo ya me había amargado solo.

Confiar en uno mismo, aprendí, no es pensar que todo va a salir bien. Es bancarse incluso cuando las cosas no salen. Es decir “esto es lo mejor que puedo hacer hoy” y estar en paz con eso. Es mostrar una parte de uno y no pedir perdón por eso.

Soy docente de lengua, pero a mi me gusta decir que enseño literatura. Una vuelta, después de una charla que di en una escuela de Ringuelet, una piba de sexto año se me acercó y me dijo que le había gustado mucho lo que conté sobre animarse a escribir. Me agradeció por “hablar sin hacerte el importante”. Yo me fui caminando hasta 13 con una mezcla rara de orgullo y pudor, pensando que quizás eso era confiar: no creerse más, pero tampoco menos. No impostar seguridad, sino habitar la propia fragilidad sin que eso te reste fuerza.

No tengo fórmulas, pero hay cosas que me ayudan. Escribir, por ejemplo, me obliga a escucharme. Caminar por la ciudad también: mirar los árboles de la plaza San Martín, cruzarme con gente que anda a mil y otra que se toma su tiempo, recordar que todos estamos batallando con algo. A veces pienso que confiar más en mí es también confiar en los demás. En que no todo el mundo está esperando que metas la pata. En que hay quienes quieren verte crecer sin competirte. En que si uno se cae, alguien te va a levantar.

Hoy, cada vez que la inseguridad me acecha, trato de recordar algo simple: ya me fallé muchas veces, pero también me cumplí otras tantas. Y no hay nadie que sepa más que yo lo que me costó cada pequeño logro. Tal vez, confiar más en uno sea eso: elegir todos los días no hablarse mal. Dejar de dudar de la persona que, al fin y al cabo, más va a acompañarte en esta vida: vos.

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