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Opinión |MIRADA ECONOMICA

Mitos y realidades sobre la educación como servicio público esencial

16 de Marzo de 2014 | 00:00
Mitos y realidades sobre la educación como servicio público esencial

Por MARTÍN TETAZ (*)

Twitter @martintetaz

A eso de las cinco de la tarde del viernes pasado una persistente tormenta se ensañó en contra de cientos de miles de trabajadores que buscaban infructuosos un medio de transporte que los devolviera a sus casas, luego de que la Unión Tranviarios Automotores dispusiera un paro en respuesta al asesinato de un joven chofer de 22 años, víctima de uno de los tantos asaltos que alimentan nuestra “sensación” de inseguridad.

El caos fue total y mucha gente no pudo volver a sus casas hasta bien entrada la noche, lo que demuestra que el transporte es efectivamente un servicio público esencial, porque si se interrumpe su funcionamiento se traba automáticamente la posibilidad de que se lleven a cabo la mayor parte de las actividades diarias, como el trabajo, el estudio y el comercio.

La educación, por el contrario, no reviste esa particularidad estratégica en el día a día; prueba de ello es que todas las semanas nos damos el lujo de interrumpirla durante dos jornadas llamadas sábado y domingo, y en muchos casos le agregamos otra pausa transitoria en pos de alguno de los tantos feriados que pueblan el almanaque.

Déjenme ser muy claro con esto. Obviamente soy un convencido de la importancia crucial que el proceso educativo tiene, tanto desde el punto de vista económico, como social, pero su centralidad no depende de la cantidad de días de clase, ni su rol se ve menoscabado porque las clases empiecen 15 días antes o después.

ESTUDIOS ESTADISTICOS

Sé que lo que acabo de decir le hace ruido al sentido común, pero la mayoría de las investigaciones científicas no logran encontrar ninguna relación estadísticamente significativa ente el tiempo de clases y el rendimiento académico de los alumnos. Menciono por caso el estudio de Card y Krueger de 1992 o el de Lee y Barro del 2001, referencias clásicas en la Economía de la Educación, pero también arriban al mismo resultado otras investigaciones más recientes como la de David Sims del 2008 o el trabajo de Lawrence Baines del 2007.

El contraejemplo más obvio es el de Finlandia, que sistemáticamente ha ocupado los primeros puestos en cuanta evaluación internacional se efectuase (PISA, TIMSS), aunque los alumnos pasan en ese país tan sólo unas 600 horas en las aulas cada año, muy por debajo de las 1.100 horas promedio que un joven estadounidense invierte en sus típicas jornadas de doble turno, aunque los norteamericanos no logren con esa dedicación colarse ni siquiera entre los primeros 20 países en matemáticas ni en ciencias.

Lo cierto es que la educación fracasa en Argentina (y en Estados Unidos también) porque el modelo educativo actual es obsoleto. Está basado en el capitalismo industrial del siglo XVIII y XIX, donde lo que se precisaba eran millones de trabajadores estandarizados, que supieran leer, escribir y calcular, a los efectos de llenar las líneas de montaje de las fábricas y completar los escritorios de una burocracia administrativa tan globalizada que funcionaba con las mismas reglas en cualquier país occidental.

Pero el mundo cambió y hoy el conjunto de habilidades requeridas para cualquier empleo es muy variado, siendo otros atributos como la creatividad, el liderazgo, la resiliencia y la empatía para encajar en un equipo, las claves que definen la productividad laboral de los sujetos, en mayor medida que sus conocimientos del teorema de Pitágoras o de la geografía del continente americano.

OTRAS HABILIDADES

Las habilidades que la sociedad moderna requiere se aprenden en los juegos en red y en las redes sociales, de manera cooperativa y autoorganizada, como lo han demostrado los geniales experimentos del indio Sugata Mitra, profesor de Tecnologías Educativas en la Universidad de Newcastle, Reino Unido.

La escuela sobrevive casi exclusivamente por su función de organizador social y de ahí que los paros calen tan hondo y resulten tan disruptivos, no ya por su efecto sobre los rendimientos educativos, que insisto, es despreciable, sino porque amenazan la organización del tiempo familiar.

Los mismos funcionarios que se rasgan las vestiduras por una semana de huelgas y pretenden por ello borrar con el codo las conquistas que en materia de derechos laborales tanto le costaron a los trabajadores, se hacen los distraídos cuando se anuncia que nuestro país salió en el puesto 59 ente 65 naciones evaluadas en la prueba internacional PISA, y pretenden no tener nada que ver cada vez que se producen los bochazos masivos en los exámenes de ingreso a las universidades.

PADRES Y PRECEPTORES

Por otro lado, los mismos padres que reniegan porque la escuela no cumple con su función de guardería, toleran sin embargo inertes los aplazos en los exámenes y las numerosas inasistencias que harían tambalear la regularidad de sus hijos si no fuera porque los preceptores o bedeles terminan a la postre cooperando con la mediocridad.

Soy un convencido de que el mejor modo de defender a la Escuela, con mayúsculas, es haciéndola funcionar, y que la protesta tiene que ser más creativa y en todo caso perjudicar al responsable de establecer los salarios, que es el espíritu con que originariamente se concibieron las huelgas y no a la comunidad que la financia con sus impuestos. Pero ello no justifica confundir arbitraria y malintencionadamente las características económicas de un servicio educativo cuya provisión un día más o un día menos, por más que les pese a muchos, no es esencial, ni pone en riesgo el normal funcionamiento de la economía.


(*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)


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