Postales de la infancia: a través de los bailes tradicionales, durante nuestra infancia tomamos contacto con las raíces de nuestro país
Los inmigrantes de todas las tierras, llegados aluvionalmente a fines del siglo XIX, eran en su mayoría de extracción humilde: albañiles, horticultores, tamberos, pequeños comerciantes. Pero ellos guardaban un traje azul y un par de zapatos impecables, para usarlos puntualmente cuando llegaba cada celebración del 25 de Mayo.
Ellos habían dejado sus patrias lejanas, más allá del mar. Se vestían así, con la gala del traje bien planchado, para agradecerle a esta tierra adoptiva y para que sus hijos, a quienes llevaban de la mano a las celebraciones, aprendieran a amar a su país natal. Es admirable y hasta causa algún asombro, desde esta época, valorar el gesto fundador de aquellos inmigrantes, abuelos de quienes hoy peinan canas.
Una docente platense, ya jubilada, rememora: “Antes, hace mucho, los 25 de Mayo se celebraban el mismo día. Los chicos tenían que venir a la escuela en esa fecha. Nada de festejarlo el día anterior o posterior. Con ellos venían sus padres y de acá se iban al desfile”. A las fiestas patrias, agrega, “se les llamaba efemérides, una palabra tan bella y tan olvidada ahora”.
Pero de la escuela -de esa unidad formativa y convocante- sólo se irían después de haber tomado el “chocolate patrio”, hecho por las maestras en enormes ollas traídas por los vecinos. El chocolate iba con churros o facturas, donados casi siempre por la panadería cercana. En muchos clubes de barrio, en las bibliotecas populares, en las parroquias también se servía el denso chocolate con el que se enfrentaba el frío y se honraba a la patria.
Porque siempre hacía frío los 25 de Mayo. El invierno apretaba. Los chicos, de pantalones cortos. Las chicas todas con polleras y medias tres cuartos. El guardapolvo blanco era el sobretodo mayoritario.
Chicos y grandes lucían una escarapela en sus solapas. No en todas las casas, pero en muchas se colgaban banderas argentinas. Los ómnibus, los taxis, los camiones, todos embanderados. En La Plata, las plazas Moreno y San Martín amanecían casi teñidas de celeste y blanco. Por allí pasaría el mayor desfile del Regimiento 7, de los institutos de la Marina en la Base Naval y, atrás, los cuerpos de boy-scout. Y muchas veces el desfile era abierto por los abanderados de cada colegio.
No se trataba de una sociedad ingenua, sino de que la vida cotidiana estaba desprovista de tantos núcleos de atracción como existen ahora. Hasta la década del ´50 no había televisión. Hasta mucho después no existirían las computadoras ni Internet. Hacia mediados del siglo pasado había menos auto -las escapadas turísticas eran un lujo excéntrico-, menos gente, menos vértigo en las calles, mayor necesidad de verse entre todos.
Las escuelas, los clubes, las iglesias, los cines eran los principales, casi excluyentes centros de reunión. Entonces, una fiesta patria era esperada con ansiedad y disfrutada sin vueltas. Nadie se aburría. Las empanadas a mediodía, el pericón, los parlantes, la ronda de los pañuelos.
CLASES DE HISTORIALa historia argentina se enseñaba bien temprano en las escuelas. No se esperaba que los alumnos crecieran. Maestras y profesores parecían convencidos de que los chicos entenderían, confiaban en ellos. En los primeros grados los alumnos ya tenían noticias de las invasiones inglesas, de la Reconquista impulsada por Liniers, de los virreyes, de la Primera Junta, hasta de las discordias entre Moreno y Saavedra. Los pequeñitos sabían dibujar de memoria el Cabildo.
La escuela pública, la educación como legado que se inculcaba, parecía haber tomado como suya aquella máxima que San Martín escribió para su hija Mercedes, pidiendo que se la inspirara -esa fue la palabra que empleó- en el amor a la patria y a la libertad. En cada una de las fiestas pasadas del 25 de Mayo los pequeños argentinos recibían el mismo mensaje de sus mayores, ya fueran padres o docentes. Y así se nutrían, en el sabor de aquellas celebraciones, los futuros ciudadanos.
Periodista
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