Historias e intimidades de un genio singular

Se había refugiado en su familia para esperar el final. Deja un inmenso legado y un ejemplo de superación personal

El final parecía escrito hace tiempo. Ocho años. Steve Jobs luchaba desde octubre de 2003 contra un cáncer de páncreas furioso, pero en todo ese tiempo nunca dejó de alumbrar sus maravillas: iPhone, iPad, iCloud. Hace apenas unos días, en agosto pasado, reunió a su círculo personal y le dijo que era hora de poner en orden algunos asuntos. Fue ahí cuando renunció como presidente ejecutivo de Apple y se refugió en su familia, cuya privacidad defendió siempre como un misterioso caballero templario.

Y no fue sorpresivo: más allá del emporio que había logrado en el universo digital, era su familia, dicen quienes lo conocieron, el tesoro más preciado que este muchacho nacido en San Franciso un 24 de febrero de 1955 había logrado construir.

La boda con Laurene Powell Jobs, su mujer y madre de sus tres hijos, había sido una ceremonia budista presidida durante su juventud por un monje zen y guía espiritual durante aquellos años. Tampoco fue casual: ya durante sus épocas controvertidas como estudiante universitario, Steve solía viajar por la India buscando iluminación espiritual. Algunas veces la encontraba en la religión. Otras, en cambio, en el ácido lisérgico.

ALERGICO AL LUJO

Para Jobs, multimillonario desde los 25 y fundador del imperio Apple, el dinero nunca fue una motivación ni el sentido verdadero de su vida. Cuentan que dormía en un colchón tirado en el suelo en una mansión que no amuebló, y que llegó a trabajar para la empresa de la manzanita por un salario anual de un dólar. Algunos, incluso, todavía recuerdan que este genio de difícil clasificación y mirada inquieta no tuvo empacho en decir que era alérgico al lujo y la ostentación. Su residencia familiar de Palo Alto, en California, es un templo del minimalismo que se encarga de demostrarlo.

Quienes lo recuerdan tampoco pueden dejar de mencionar su memorable discurso del 2005, cuando brindó una conferencia para los graduados de la Universidad de Stanford. Fue una charla cuyas palabras aún hoy siguen siendo un material de culto en internet por su profunda emotividad. En ella, Steve se encargó de contar tres historias: una sobre la “conexión de puntos”, otra sobre “el amor y la pérdida” y la última sobre “la muerte”, haciendo clara alusión a su enfermedad. Frente a los estudiantes de Stanford, el magnate de la informática dijo entre otras cosas que “el trabajo va a llenar gran parte de nuestra vida, y la única forma de estar realmente satisfecho es hacer lo que se considere un trabajo genial. Y la única forma de tener un trabajo genial es amar lo que se hace. Si aún no lo encontraron, hay que seguir buscando”.

La historia de su familia biológica merece un párrafo aparte. Steve era hijo de Abdulfattah John Jandali, un ciudadano sirio, y de Joanne Simpson. Ambos decidieron darlo en adopción, pero meses más tarde se casaron y tuvieron una nena, Mona Simpson, ahora convertida en escritora famosa. Fue Mona quien volvió a entablar una relación con Steve, el hermano perdido que se enteró del asunto ya de grande, cuando contrató a un detective para que buscara a sus padres biológicos.

“Jobs siempre aspiró a ser inmortal, se vio a sí mismo como Ghandi o Luther King, y se encomendó a la inmortalidad de las máquinas”, escribió un biógrafo hace algunos años. Ayer, su muerte bien podría resumirse con algo dicho por él mismo alguna vez: “La muerte es el mejor invento de la vida. Desde los 17 años, cuando me miro al espejo, me pregunto si lo que voy a hacer hoy lo haría si fuese el último día de mi vida”.

1976

Ese año Steve Jobs y Steve Wozniak lanzan la primera computadora Apple en Palo Alto, California. Consiste en poco más que un panel de circuitos y cuesta poco menos de 700 dólares. Fue el comienzo de una asombrosa revolución

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