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Información General |TAXIDERMIA EN LA PLATA

Animales eternos

Tres platenses cuentan los secretos de la taxidermia, un trabajo tan misterioso como fascinante. Cómo, por qué y para qué existe esta actividad que desde tiempos inmemoriales busca atravesar la barrera de la muerte

22 de Marzo de 2014 | 00:00

Texto y fotos Clarisa Inés Fernández

Entrar al taller de un taxidermista es como asistir al backstage de una película, a la cocina de un gourmet o al galpón de una carpintería: todo huele fuerte, se ve fascinante e inquietante. Lo primero que llama la atención son cabezas de gacelas o ciervos como trofeos en las paredes. Al igual que peces, ñandúes o cocodrilos. La piel se eriza con los frascos que cobijan serpientes o animales pequeños, bolsas con huesos clasificados y dibujos que develan la anatomía de cuanto ejemplar exista. Hay vitrinas que exhiben trabajos terminados, y, cual laboratorio de Frankenstein, varios pares de ojos parecen curiosear a través del cristal. Un inframundo cargado de mitos y verdades que sólo los taxidermistas son capaces de develar. En La Plata los hay de muchos perfiles y colores, y cada uno experimenta el oficio a su modo. En Historias Platenses entrevistamos a tres de los más representativos de la ciudad, que cuentan de qué se trata este trabajo misterioso, primo hermano del embalsamamiento y la momificación.

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Antes de arrancar, una breve presentación: La taxidermia, viene de taxo (forma) y dermia (piel), y utiliza la piel del animal muerto y reemplaza todo lo interno por un maniquí. Éste intentará reproducir las medidas del animal real, y puede “moldearse” en la forma que se quiera. De ahí que muchos de los animales taxidermizados que se ven en las vitrinas de los museos, por ejemplo, busquen reproducir una imagen lo más parecida posible a las posiciones reales que los animales adoptan en vida. Los procesos de curtido para preservar las pieles del deterioro son variados, al igual que los materiales de relleno, que incluyen desde algodón, alambre y viruta, hasta moldes de yeso o resina de vidrio.

Los animales siempre fueron la pasión de Domingo Apud. Criado en cuñas boscosas de Santa Fe, de pibe se escabullía del negocio de ramos generales de sus padres y se iba a la selva para tocarle la guitarra a los monos. Así es. No leyó mal. Ellos bajaban de los árboles y escuchaban, al igual que los armadillos, comadrejas, zorros y víboras que pululaban por ahí. A los 18 ya vivía en La Plata, y a los 19 se unió a la flota de mar de las Fuerzas Armadas acompañando al servicio de Hidrografía Naval. “Estuve navegando desde el ´67 al ´71, donde aprendí las tareas del navegante, sobre zoología marina y las especies”, recuerda Apud y sonríe entornando sus ojos verdes. Durante los tres meses que duraban las campañas, al avistamiento de ballenas y delfines se les sumaba la curación de gaviotas heridas en cubierta. Cuando empezó el curso de taxidermia en Capital, en el 71, Domingo ya sabía mucho del comportamiento de los animales y su anatomía, y cuando tuvo su título de profesor, cuatro años después, comenzó su etapa docente que mantiene hasta hoy.

Apud sobrevivió muchos años dedicándose a la taxidermia. Hizo cerca de 700 animales, especialmente peces, ejemplares para el museo y trabajos de necrología para averiguar causas de muerte. Si bien hace cuarenta años que enseña, desde el 82 el dictado de cursos es su actividad exclusiva. La docencia se le escapa por los poros: dónde se hacen los cortes, cuáles son las técnicas que distinguen al embalsamamiento de la taxidermia y cuáles los materiales que se utilizan. Todo es excusa para dar rienda suelta al pedagogo, que ya impartió sus cursos por muchos clubes de La Plata, Ensenada, y otras provincias del país. “Podría decirse que soy uno de los únicos docentes en taxidermia que hay en la ciudad”, dice orgulloso.

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Luis Pagano es un platense que de pequeño se rateaba del colegio y en vez de irse al centro, partía a pescar al arroyo en barrio Cementerio. Le gustaba observar a los animales vivos y atesorarlos cuando se morían: pinchaba las alas de las palomas en telgopor y las secaba al sol, abría bichos, los conservaba en alcohol y coleccionaba huesos. “No creo en eso de que uno es autodidacta, porque el conocimiento uno siempre lo roba de algún lado”, admite Pagano, y recuerda haber aprendido a blanquear los huesos con lavandina, viéndola limpiar a Viviana, su mamá. Era un habitué del Museo de Ciencias Naturales, donde, según su mamá, aprendió a leer.

A los 12, Luis se compró un rifle de aire comprimido para cazar pajaritos y comerse cuanto bicho cayera en sus redes. Así empezó a identificar especies, y cada vez que aparecía una desconocida, se afanaba en investigarla. Cuando cumplió 15, la cosa se tornó preocupante: “en vez de interesarme en chicas me la pasaba en el campo pescando. Tampoco iba a los boliches”, dice Pagano, y su semblante serio se ilumina. Su papá Miguel, colectivero, había llevado varias veces al célebre taxidermista Eduardo Etcheverry a Corrientes y Misiones, en campañas de la facultad de Naturales. Y cuando vio que la fiebre por la naturaleza de su hijo no cedía, Miguel acudió a Eduardo para hablarle de su hijo. Lalo, como lo llama Luis ahora, le permitió al Luis adolescente visitar dos veces por semana su taller en el Museo de Ciencias Naturales. Le mostró las técnicas de conservación y lo adentró en el oficio.

Pasaron años mientras Luis absorbía conocimientos y preparaba ejemplares, hasta que ingresó como técnico no docente en el Taller de Taxidermia y Preparación de esqueletos, de la División de Zoología de Vertebrados del Museo de Ciencias Naturales. Tiene 29 años y 14 ya los pasó dentro del Museo. Toda una vida.

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Cuando tenía 20, Raúl Macías se vino de Castelli a vivir a La Plata. En el 68 entró a trabajar en la Petroquímica de Olmos, y allí estuvo 12 años, hasta que cerraron las persianas y despidieron a todos. Cuando lo llamaron para que vuelva, no quiso: ya tenía familia y prefirió dedicarse a la pintura. Como pintor, ingresó a la Cámara de Senadores, donde estuvo hasta el 2002 que se jubiló. Su afición por la taxidermia nació mirando vitrinas de los museos y en las tiendas de pesca: “yo veía esas cosas y me preguntaba cómo se hacían”, recuerda Raúl.

Su primer acercamiento fue intuitivo: agarraba cabezas de pejerreyes y las ponía en formol y quedaban duras. Hasta que en el 99 un amigo le habló de un curso de taxidermia, dictado por Domingo Apud. Ese curso de tres meses le dio a Macías los conocimientos básicos de algo que terminaría, para él, en hobby. Hoy lleva realizados más de 300 ejemplares.

Armando, Luis y Raúl afirman que, lejos de ser un trabajo oscuro y sádico como suele imaginar la gente, la taxidermia busca generar conocimiento, aprender sobre los comportamientos, la anatomía y las singularidades de cada especie.

El elemento vital en la mochila de Luis, es su libreta de anotaciones. En ella plasma su labor investigativa, a través de dibujos que, con la destreza de un artista, dan cuenta de la exhaustiva y minuciosa observación que realiza de las aves. Anota códigos –solo entendibles para él y los avezados en el tema- a través de los cuales profundiza la pasión que le despierta la naturaleza. “La taxidermia radica en la capacidad de que el animal se perpetúe a lo largo del tiempo. Estás haciendo que un animal quede en una posición de vida. Como si nosotros pudiéramos romper la barrera de la muerte”, afirma.

Los taxidermistas se enojan cuando uno se confunde taxidermia con embalsamamiento, porque son cosas bien distintas. Mientras en la primera se utiliza solo la piel del animal, en el segundo se pueden conservar algunos de los elementos internos. También se enojan cuando se habla de matar por matar, sólo por diversión o por tener un lindo trofeo en la pared. “El conocimiento se crea en base a los estudios que se hacen con los animales muertos – dice Pagano- pero no estoy de acuerdo con matar cualquier bicho sólo para que adorne la casa, hay que tener bien claro por qué uno hace lo que hace”. “Nosotros llegamos a los animales cuando fallecen por muerte natural, o cuando hay bajas en los zoológicos o criaderos”, afirma Apud.

En el caso de un pez, un trabajo de taxidermia puede llevar entre 10 y 12 días, y costar alrededor de 600 pesos, mientras que un mamífero grande puede llevar unos 25 días y el precio se eleva a más de 3000 pesos. Si bien los tres platenses se dedicaron en su momento a la taxidermia de manera privada, sólo Raúl continúa haciéndolo, más como hobby que como trabajo.

Estudiar para perpetuar

Uno podría imaginarse que su habilidad podría llevarlos a querer perpetuar al perrito o gatito de la familia. Pero no: no lo hicieron y tampoco lo harán en el futuro. “Tanto Eduardo como yo queremos a los animales como miembros de la familia. Dentro de la costumbre de cada uno se le da su cristiana sepultura, o de acuerdo a sus creencias”, cuenta Luis. Tampoco Domingo practicó la taxidermia con mascotas propias.

Raúl se especializa en peces, que son su gran pasión y parte del menú cotidiano. Muestra su colección de ojos con orgullo: “Ves, acá tenés ojos de todos los colores y tamaños”, dice señalando unas quince bolsitas donde atesora diminutos apliques, en su taller del barrio El Mondongo. El mismo brillo que detenta Apud cuando señala el ejemplar de Emú Australiano que espía desde el fondo de su salón de clases, en Los Hornos. El peludo animal había pertenecido al Zoológico de La Plata y gracias a su trabajo, determinó que la causa de su deceso había sido un paro cardíaco, y que su buche alojaba un kilo y medio de vidrios que el emú, habituado a comer todo lo que brilla, había tragado.

A pesar de transitar por la carrera de biología y ecología, Pagano considera que no hay nada mejor que la práctica y el contacto directo con la naturaleza. Y aunque investiga, asiste a congresos y publica artículos, su gusto pasa por ir al campo con amigos, disfrutar de la laguna y el aire fresco. Cree necesario estar en contacto con la vida porque “nunca un bicho taxidermizado va a parecer un bicho vivo, no tiene la interacción con el entorno”, cuenta.

A pesar del contacto cotidiano con la muerte, la convivencia con los olores, formas y colores propios del oficio, los taxidermistas ven en las vísceras de un animal, la posibilidad de explorar nuevos modos de conocer comportamientos y curar enfermedades. Porque ellos saben bien que la llave de la vida eterna, está enterrada en las mismas entrañas de la muerte.

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