Ante el fundamentalismo, gigantesco desconcierto

Por ROBERT SAMUELSON

La horrible masacre de París nos recuerda el talón de Aquiles de la política exterior de Estados Unidos. Desde la Segunda Guerra Mundial, la política exterior norteamericana ha descansado sobre el supuesto, a menudo silencioso, de que la prosperidad compartida es una fuerza poderosa y benevolente para la estabilidad social, la paz y (a menudo) la democracia. Todo el énfasis en el libre comercio y la globalización es, en última instancia, no una celebración del crecimiento económico por sí mismo. Es un medio para fines mayores de cohesión social y pluralismo político.

En eso hemos proyectado mayormente nuestra propia experiencia interna al resto del mundo. La obsesión de los norteamericanos con el progreso material -que a muchos les parece excesiva y hasta vulgar- es en gran medida lo que nos ha permitido ser una sociedad multiétnica, multicultural, multirracial y multirreligiosa. Todos pueden esforzarse por progresar. Hay un gran denominador común. La competencia no siempre es justa o igualitaria, pero la omnipresencia de estas creencias generalmente (hay, por supuesto, excepciones evidentes) ha permitido que los norteamericanos toleren sus propias diferencias, de las que disfrutan o que padecen principalmente en privado.

Hay que decir que este marco de valores, cuando se ha aplicado a asuntos extranjeros como se lo ha hecho desde la Segunda Guerra Mundial, ha pagado grandes dividendos. Alemania y Japón se unieron a las filas de las principales naciones. Alemania y Francia se reconciliaron. Se ganó la Guerra Fría y Europa del Este fue liberada de la tiranía de Rusia. Grandes partes de Asia se volvieron enormemente prósperas. El hecho de que no hubo una Tercera Guerra Mundial refleja, en parte, un mundo en que la mayoría de las naciones participan en un sistema económico global que ha sacado a miles de millones de la pobreza, ha generado vastas clases medias y creado una amplia interdependencia.

“La obsesión de los norteamericanos con el progreso material -que a muchos les parece excesiva y hasta vulgar- es en gran medida lo que nos ha permitido ser una sociedad multiétnica, multicultural, multirracial y multirreligiosa”

En la época de la Pax Americana, los textos de historia enfatizaron dramas diplomáticos y conflictos militares. La realidad más oscura es que, a menudo, se utilizó el poderío militar para comprar tiempo, a fin de que la lógica económica de una prosperidad compartida funcione.

Pero ese enfoque de la política exterior sufre desde hace tiempo de dos defectos potencialmente perjudiciales. Uno consiste en expectativas poco realistas que, cuando no se cumplen, provocan una reacción negativa de descontento popular y, a veces, proteccionismo. La ideología del crecimiento económico supuso que el crecimiento económico puede darse relativamente por sentado. Lamentablemente, no es el caso, y cuando el crecimiento económico se detiene o cae, todos los individuos y las instituciones que contaron, sin sentido crítico, con su permanencia encuentran que sus planes no se cumplieron o se destruyeron. La política local o global se sume en un caos. Después de la crisis financiera 2008-9 y de la Gran Recesión, estamos pasando ahora por un episodio de ese tipo, cuyas consecuencias a largo plazo no están aun claras.

El segundo efecto es más desconcertante y peligroso. Constituye el verdadero talón de Aquiles de la política exterior de Estados Unidos: Bloques importantes de humanidad ignoran o repudian nuestra fe en el poder de una prosperidad compartida. Colocan otros valores y objetivos en primer lugar. El nacionalismo es una alternativa obvia -la Rusia de Putin es un buen ejemplo-. El caso de China es más complicado. Aunque está obsesionada con el crecimiento económico, también consiente a un impulso nacionalista por reafirmarse en la escena global.

Menos ambiguo es el Islam radical, ya sea del Estado Islámico u otras manifestaciones. No hablamos el mismo lenguaje ni, en ningún nivel, compartimos los mismos objetivos. Niegan la legitimidad del Estado secular y parecen dispuestos a hacer casi lo que sea para debilitarlo o destruirlo. Su código moral está completamente desconectado del nuestro. Son criaturas que responden a un rígido dogma, fervor y fanatismo religiosos. Nosotros somos el Estado secular; criaturas de democracias modernas y desordenadas con estándares morales (a veces) aparentemente elásticos.

Lo que está ocurriendo discrepa completamente con nuestra experiencia posterior a la Segunda Guerra Mundial. Incluso en el momento más álgido de la Guerra Fría-cuando la gente realmente temía una aniquilación nuclear -existía un autocontrol (basado en el temor mutuo) y, lo que es quizás más sorprendente, una comprensión común sobre los términos de la contienda. Había una competición reconocida entre el capitalismo y el comunismo. ¿Cuál de ellos podía satisfacer más las necesidades y deseos de sus ciudadanos? Los enterraremos, fanfarroneaba Nikita Khruschev.

Al final, ocurrió lo opuesto. El bloque soviético se derrumbó porque perdió la competición, con lo que su reclamo de legitimidad popular se debilitó y su fuerza militar se socavó. La lucha actual es terriblemente amenazante porque no se libra en un terreno familiar que favorece nuestras cualidades -nuestra capacidad de producir más que nuestros adversarios-. El campo de batalla fue escogido por ellos, y ése es el motivo por el que nuestra situación actual es tan desconcertante.

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