“Alto, flaco, todo huesos y ángulos”
| 21 de Junio de 2015 | 00:40

Por MARCELO ORTALE
“Benito era alto, flaco, todo huesos y ángulos. Rostro largo y con alguna arruga., nariz corva, facciones finas, expresión viva. Buen mozo. Tipo muy viril. Ojos grandes, de mirada cordial y un tanto pícara. Tenía en su figura algo de quijotesco: luengos brazos, aire de hidalgo, cuerpo erguido, rostro enjuto. Me recibió muy sonriente y con los brazos abiertos. No era, sin embargo, expansivo: en esto, como en todo, tenía el sentido de la medida”.
El autor de este escrito está describiendo así al escritor platense Benito Lynch, que fue primeramente periodista social de El Día, bajo el seudónimo de Thyon Lebic, en las décadas del 20 y el 30. Que se convirtió luego en uno de los mitos literarios platenses más duraderos y, curiosamente, más eclipsados. Acaso porque su modestia personal lo inhibía, lo hacía bajar siempre de todo pedestal. Escribió varios libros, pero dos novelas gauchescas lo inmortalizaron: “Los caranchos de la Florida” y “El inglés de los güesos”.
“Muy distinguido, con algo de gran señor, hablaba pulcramente, sin criolladas ni chabacanerías. Nada dejaba ver en su persona al hombre de campo, ni menos al escritor profesional. Hablaba poco y bien, y con gracia. Como no parecía gustar de la conversación sobre libros, no daba la impresión de poseer una gran cultura. Sin embargo, aquí y allí surgen en sus cartas frases sorprendentes, hasta latines no vulgares, y en su casa no eran pocos los libros.
“Entre los escritores argentinos, escasos hubo tan caballeros como Lynch. Inclusive sentía exageradamente el prurito del honor, frecuente en los españoles. La franqueza fue una de sus virtudes, y también la lealtad.”
El gran escritor y pensador que fue Manuel Gálvez (1882-1962) -narrador, poeta, ensayista, historiador autor de “Nacha Regules”, “El mal metafísico”, “La sombra del convento”, “Historia de un arrabal” y “Hombres en soledad”, entre otros cincuenta libros- recordaba así a su siempre ensimismado amigo, Benito Lynch.
Uno de sus principales estudiosos, Ulises Petit de Murat, reseñó en su ensayo sobre Lynch que el crítico chileno Torres Rioseco lo describió “sencillo como una corriente de agua clara, cordial como un vino generoso.”
De todos modos, se coincide en que Lynch (1880-1951), ya desaparecido, perdura en una suerte de ambigua posteridad, con permanentes oscilaciones entre el olvido y la memoria. Pero en La Plata quedan muchos testigos de su paso, una legión de descendientes que aún lo ama y venera, el jacarandá que él cuido de retoño y que crece en la plazoleta que lleva su nombre, como llevan también el nombre de Benito Lynch la escuela secundaria de 13 esquina 42 y un salón deportivo del club Gimnasia y Esgrima del que fue dirigente.
LA PLATA
Descendiente de familia irlandesa adinerada, de origen uruguayo pero porteño de nacimiento, Lynch pasó su infancia en la estancia “El Deseado” de Bolívar, donde aprendió los secretos de la vida de campo y las costumbres de los gauchos. Fue a partir de 1890 que residía con su familia en La Plata, su ciudad para siempre. Y ya en 1916 había conseguido gran popularidad con Los caranchos de la Florida y seis años después con “El inglés de los güesos”..
La casa de Benito Lynch, hoy demolida, quedaba en diagonal 77, sobre la cuadra que va de 43 a la calle 8, enfrentando a la plazoleta que hoy lleva su nombre. En una época en que no había televisión, las leyendas eran tal vez menores pero prendían fuerte en el sentir popular. Frente a la casa de Lynch estaba la heladería “Nahuel Huapí” y los muchos chicos que acudían a ella eran advertidos por los padres: “mirá, allí vive Benito Lynch, el escritor”. Y alguna vez se lo veía salir, alto, delgado, encerrado en sí mismo. Iba caminando siempre hasta la sede del Jockey Club, en 7 y 48.
Allí lo vio una vez un niño deslumbrado, que hoy es el poeta Rafael Oteriño: “En lo más íntimo, Benito Lynch es la figura del primer escritor que vi de carne y hueso. Creo que corría el año 1951 y al trasponer la puerta de la sala de lectura del Jockey Club, un hombre de perfil sereno, trajeado prolijamente de gris y enfrascado en la lectura de los periódicos, hizo que mi padre se inclinara hasta mí para comentarme al oído “es un escritor”.
Luego pasaron los años y Oteriño encontró una carta que Benito Lynch le había enviado a su abuelo (Felipe Oteriño) por una novelita de éste que habían publicado en El Día bajo forma de folletín. “Lynch lo felicita en esa carta, no sin reprocharle, con humor, que la hubiera titulado Margarita”, un nombre que le parecía vulgar.
“Benito Lynch fue uno de los primeros escritores que leí con devoción. Y sólo el descubrimiento posterior de poetas más líricos y acaso más herméticos, como Ricardo Molinari, Borges, Marechal, Mastronardi o Güiraldes me apartaron, no del paisaje de la llanura, pero sí del sesgo gauchesco de Lynch”, dice Oteriño.
LOS DESCENDIENTES
Son numerosos los descendientes platenses de Benito Lynch, a pesar de que el escritor –que fue un soltero empedernido y, a la vez, un sobrio Don Juan- no dejó hijos. Así que, por rama materna y paterna vive en nuestra ciudad una nutrida descendencia integrada por las familias Ocampo, Ocampo Lynch, Ocampo Merlo, Saraví Albarracín, Llambí, Pérez Pieroni, Griffin, Dillon, Andrade, Portela, Fernández Ocampo, Suárez Ocampo y Mendy, entre otras.
Madela Ocampo de Merlo, sobrina nieta del escritor recuerda a “un hombre muy parco, pero que era muy cariñoso con nosotras”. Iban de visita a la casa de diagonal 77 “que tenía en el primer piso una galería inmensa, nosotras corríamos con mis primas por allí y Benito se asustaba, temía que nos cayéramos y nos hacía bajar”.
La casa de Benito Lynch, hoy demolida, quedaba en diagonal 77, sobre la cuadra que va de 43 a la calle 8, enfrentando a la plazoleta que hoy lleva su nombre. Frente a la casa de Lynch estaba la heladería “Nahuel Huapí” y los muchos chicos que acudían a ella eran advertidos por los padres: “mirá, allí vive Benito Lynch, el escritor”
También recuerda “el jacarandá que plantó y cuidó, que todavía crece en la plazoleta” y que “muchas veces veíamos cuando se iba al Jockey a leer”. En las escuelas primarias y secundarias de las décadas posteriores “las dos novelas principales de Benito formaban parte de los programas de lectura, pero después las bajaron. Es una lástima que no se siga leyendo a Lynch”, añadió.
Recordó, por último, que el escritor murió “demasiado joven”, porque además de que sufría una enfermedad grave “lo atropelló un tranvía, eso hizo que lo internaran y no se repuso”. Se habla de una sordera incipiente seguida de un principio de ceguera, causantes del accidente que obligó a internarlo hasta que sanó. Sin embargo, a partir de allí declinó y murió tres años después víctima de un cáncer de estómago.
DOS EXITOS CINEMATOGRAFICOS
La primera novela conocida –Los caranchos de la Florida- fue llevada al cine en una película dirigida por Alberto de Zavalía, estrenada con éxito en 1938 y que tuvo como protagonistas al también platense José Gola, acompañado por Amelia Bence, Domingo Sapelli y Homero Cárpena. Los exteriores fueron filmados en El Talar, en General Guido, provincia de Buenos Aires.
En cuanto a El inglés de los güesos, fue otra película en blanco y negro, también resonante, filmada en 1940, dirigida por Carlos Hugo Christensen y con un reparto integrado por Arturo García Buhr, Anita Jordán y Pedro Maratea.
La fama literaria de Lynch se vio indudablemente consolidada con las dos versiones cinematográficas, en épocas en las que, como se ha dicho, no existía la televisión y el cine y el teatro monopolizaban las expectativas del público.
EL ESCRITOR
Los críticos no dudan al señalar a Lynch como el último de los grandes escritores criollistas de la Argentina. Se dice que en su infancia, Benito Lynch encontró en la cocina de los peones la más generosa cantera de sus conocimientos gauchescos. A la que sumó su propia vida de niño integrado a las leyes de la naturaleza, jinete de caballos en pelo o ensillados, conocedor como pocos de los secretos del campo.
“Fue menos lírico que Güiraldes, pero retrató más fielmente la vida de la llanura”, dice Oteriño. Uno de los escritores argentinos más afamados de su tiempo, Horacio Quiroga, lo exalta en una carta personal que le envía: “Vaya mi homenaje a su talento, con la seguridad en mí, de que si algún día hemos de tener un gran novelista, ése va ser usted”. Pero nada lo hace subir al pedestal a Benito Lynch. No lleva la vida social de muchos escritores. Se refugia en su casa, casi una guarida. Entre sus animales domésticos, había un yacaré.
No quería mostrarse hombre culto, aunque había leído a fondo la literatura griega y la latina. Alumno del Colegio Nacional, leyó a D´Anunzio, Valle Inclán, Zolá, Alejandro Dumas, a Fernández de Moratín, era admirador de Balzac, de Alphonse Daudet, de Emile Zola. Su casa estaba llena de libros. También fue un pertinaz lector de Don Segundo Sombra, el poema de su contemporáneo Güiraldes.
“Elegí al gaucho como personaje esencial de mis obras porque ya es un tipo hecho, completo”, explicó alguna vez Benito Lynch, que era famoso en España y también en Italia, donde salió una edición de Los caranchos de la Florida traducida al italiano. Pero él no le daba importancia alguna a estos logros. Se escondía. Cuando iba a alguna conferencia, buscaba las últimas filas. Nunca quiso sobresalir.
Quince años antes de morir se aisló en su casa y fue en vano que el público o los amigos quisieran sacarlo de ese retiro. Los estudiosos dicen que había sido –nada menos- el narrador de los sacrificados y postergados paisanos trabajadores, el que pintó a los últimos gauchos de a caballo, a quienes, a través de sus novelas y cuentos, la literatura les dijo adiós para siempre. Su tarea de creador estaba cumplida y no había, para Benito Lynch, nada más para decir.
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