Oración y penitencia
Edición Impresa | 26 de Noviembre de 2017 | 08:57

Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Monseñor
Queridos hermanos y hermanas.
Jesús enseña que es “necesario orar siempre sin desanimarse” Lc 18, 1). Para el cristiano, la oración es una necesidad existencial, resultante de la fe recibida y que profesa por la gracia de Dios. Sin la oración incesante, permanente y amante, no podría haber vida cristiana. El cristiano es un ser orante, que trata de vivir en la presencia de Dios; por lo cual, todo lo que hace, piensa y dice, o deja de hacer, pensar y decir, todo es siempre y únicamente para gloria de Dios; a no ser que viva en pecado, y entonces está negando su condición de hijo de Dios.
Precisamente, para salir del pecado con la ayuda infaltable de la Misericordia de Dios, es necesario ante todo tener la voluntad decidida de vivir en el designio de Dios y mantener encendida la oración, es decir la comunión humilde y afectuosa con Dios. San Pablo exhorta: “sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo para la gloria de Dios” (1 Cor 10, 31).
San Efrén (+379) enseña: “La oración nos librará del pecado… Jamás dejen de orar: arrodíllense cuando puedan, y cuando no, invoquen a Dios de corazón… La oración es la custodia de la templanza, freno de la iracundia, represión de la soberbia, llamada de la modestia, medicina contra el odio por las ofensas recibidas, destrucción de la envidia y corrección de la piedad…”
Por su parte, san Juan Crisóstomo declara: “Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el ser humano que ora pueda pecar” (citado en el Catecismo, n° 2744).
Sin embargo, cada ser humano, durante su tiempo de peregrinación por este mundo, es una unidad compuesta: tiene cuerpo y alma, o físico y espíritu; y si bien su cuerpo es un instrumento de oración… “¿O no saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios?” (1 Cor 6, 19); la actividad de la oración permanente se da predominantemente en el ámbito espiritual.
Por su parte, el ser humano tiene la posibilidad de ofrecer a Dios los dolores, sufrimientos y sacrificios, libre y voluntariamente aceptados, e incluso promovidos por él mismo (siempre dentro de los límites del equilibrio de una sana razón), como son los ayunos y las otras prácticas penitenciales activas.
“Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el ser humano que ora pueda pecar” (citado en el Catecismo, n° 2744)
Tales penitencias sólo pueden ser hechas según las prescripciones de la Iglesia, y con la mayor sencillez y humildad, pero básicamente con todo el amor posible. Cualquier penitencia nunca lesiona la caridad, sino que la afianza y desarrolla.
Es decir que, junto a la oración tiene su lugar la penitencia, que también es de institución divina. El objetivo de la penitencia es la reparación ante Dios por la violación del derecho divino que implica todo pecado, propio o ajeno. Nunca han de descartarse las penitencias pasivas, es decir el soportar con el mejor humor y paciencia las contrariedades, imprevistos, dificultades, enfermedades, etcétera.
La penitencia externa debe ser la expresión de la penitencia interior y del regreso a Dios. Santo Tomás de Aquino trata de esta virtud como una parte de la justicia, en cuanto la penitencia tiende a devolver a Dios la gloria debida, que ha sido lesionada por la ofensa del pecado. Así, la verdadera penitencia cristiana lleva al ser humano a dolerse, con prontitud y decisión, del pecado cometido, haciendo el propósito de enmendarse (cf. Sum. Th. III, q. 85 a 2). Es una ascesis que incluye la mortificación del cuerpo y del alma, siguiendo los ejemplos de Jesús, de vivir en la renuncia de sí mismo, en la abnegación, cargando la cruz hasta dar la propia vida por la salvación de la humanidad. En el cristiano, la penitencia sólo es una asociación gozosa a la padecimientos del Señor.
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