
Thomas Bernhard - web
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En las alturas, una obra clave dentro del mapa narrativo del poeta, novelista y dramaturgo austríaco, vuelve a ser editada y se presenta así como la mejor oportunidad para volver a descubrir la producción literaria de una mente genial
Thomas Bernhard - web
Por MARCOS NUÑEZ
Obras como En las alturas, de Thomas Bernhard, incomodan: a los meticulosos de las formas, a los defensores de los géneros, a los buscadores seriales de sentidos. ¿Es una novela? ¿Un largo poema? ¿Un cuaderno de notas? ¿Un monólogo interior? Thomas Bernhard está muerto y si no lo estuviera con seguridad diría que no es nada de ello. Y que es todo ello a la vez.
El traductor y prologuista de Bernhard de esta novedad editorial de El cuenco de Plata, Miguel Sáenz, en la introducción elige hablar de “obra” y de “libro”, más que de novela, para referirse a En las alturas, que por cierto es el primer trabajo de largo aliento del autor austríaco, país con el que mantuvo una relación de amor-odio. “Patria, absurdo” es la frase con la que abre el libro, y ello basta para hacer entrar al lector en el universo Bernhard.
“En las alturas” tiene un puñado de personajes: el hostelero, la señorita, un catedrático, un perro oloroso y el protagonista, que alterna sus peripecias entre una redacción periodística, un hostal y los pasillos de tribunales. Bernhard echa mano de cada uno de estos personajes como un hábil titiritero; los pone en primer plano y a continuación los esconde, y la atención del lector pasa a otro y a otro. En el libro hay, además, atisbos autobiográficos: hacia 1959, año en el que terminó de escribir el manuscrito, ya había sido reportero de tribunales del Diario Popular Democrático de Salzburgo (entre 1955 y 1957 escribió crónicas seguidas con entusiasmo por los lectores) y, también, había vivido la experiencia de estar internado en un sanatorio antituberculoso en Grafenhof.
“He pensado en mi libro, un libro requiere todos los pensamientos que se han tenido nunca”, dice una línea de En las alturas, un leitmotiv que parece mover los hilos de una obra en la que confluyen ataques y críticas, bellas descripciones y escenas, personajes sin rostro y filosas reflexiones. Y los silencios, esos blancos gráficos que estructuran la lectura.
Los silencios son esenciales en la obra del autor. Bernhard concebía una escritura para ser leída en voz alta; por ello, el valor de la pausa, el valor de callar, el valor del silencio. Ariel Magnus dice que para Thomas Bernhard “pocas cualidades hablaban mejor de un hombre que su musicalidad. Alguien musical es aquel que ha alcanzado el grado máximo de expansión de su espíritu”. El escritor austríaco había estudiado música y le debía una gran devoción, y podría decirse que aspiraba a que sus lectores lo leyeran con el oído.
Bernhard vivió sus últimos años en silencio en una pequeña casa en la ciudad austríaca de Gmunden. El silencio siguió incluso a su muerte el 16 de febrero de 1989: el entierro fue absolutamente cerrado al público, la noticia se conoció recién cuatro días después. Previendo su muerte, el autor había dejado una carta con este pedido expreso, como si hubiera querido ser artífice de su última página.
Desde la adolescencia, Bernhard vivió a la sobra de una grave enfermedad pulmonar; el asecho de la muerte, desde entonces, fue una compañía, no un tormento. “No soy un hombre bueno, sencillamente no tengo un buen carácter”, dice Bernhard en un pasaje de El sobrino de Wittgenstein, una de sus novelas más celebradas. Y mucho de esto había, sobre todo, en las apariciones públicas del escritor, cuyo espíritu provocador despertaba por igual lealtades y odios.
Con la publicación de la primera obra de un autor, en este caso el rescate de la novela de Bernhard a casi 60 años de su concepción, El cuenco de plata ofrece una ocasión para ver cuántas de las promesas que hizo Bernhard cumplió a lo largo de su obra.
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