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Cepos y estanflación, dos caras de la misma moneda

JORGE VASCONCELOS (*)
Por JORGE VASCONCELOS (*)

24 de Enero de 2021 | 06:30
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Los controles de precios y de cambios, junto con la creciente interferencia del Estado, no resultan una garantía para el éxito electoral, y la gestión presidencial del período 2011-2015 puede atestiguarlo, con sendas derrotas en los comicios legislativos de 2013 y en las presidenciales de 2015. Sin embargo, ese tipo de política económica puede ser funcional al objetivo de “retener votos propios”, si es que logra evitar fogonazos de dólar e inflación antes del próximo test electoral. A su vez, algunas de las distorsiones propias de los “cepos”, caso de la brecha cambiaria, o tasas de interés por debajo de la inflación, también pueden ser aprovechadas en forma temporal por segmentos de la actividad privada, para aumentar ventas o mejorar el cuadro financiero. Sin embargo, esos “efectos colaterales” distan de constituir un modelo de crecimiento, ni alcanzan para disparar el volumen de inversiones que se requiere. Un indicador preocupante en ese sentido es que el valor de las empresas argentinas que cotizan en el Merval ha caído un 65 % en dólares (paridad CCL) desde julio de 2019. Si comparamos con la merma de 15% de la Bolsa de San Pablo en igual período, tenemos que hay una pérdida de 50 puntos porcentuales no atribuible al efecto COVID, en una variable que tiende a anticipar la dinámica de las inversiones.

En la última década, el 60% del tiempo la Argentina ha funcionado bajo algún tipo de “cepo cambiario”. Fueron restricciones para acceder al mercado cambiario por parte de los tenedores de moneda local, una forma de mantener cautivos a los pesos, construyendo un “zoológico” para cazar los ahorros. Este sistema de represión financiera le permite a un sector público crónicamente deficitario acceder a fondeo a tasas de interés negativas en términos reales, al tiempo que le da margen para traspasar ciertos límites de la macro, intentando maquillar el deterioro de las cuentas externas originado en los desequilibrios internos.

Cuando, a mediados de la primera década de este siglo, reinaban los superávits gemelos (externo y fiscal), a nadie se le ocurrió aplicar este tipo de cepos. El bimonetarismo pasa a ser un “problema” (para manipular las variables de la economía) cuando se hace inestable la paridad entre la moneda local y las divisas, y esto tiene que ver con la presión inflacionaria crónica, que lleva a dolarizar ahorros y contratos.

Por supuesto que detrás de ese síntoma está el fenómeno del gasto público infinanciable, que deriva en períodos de emisión monetaria más o menos descontrolada.

Cuando las expectativas se deterioran y no hay restricciones en el mercado de cambios, el gobierno de turno percibe que puede perder el control de la situación, que un fogonazo de devaluación e inflación tendría demasiado costo político, y de allí las distintas variantes de cepos.

Ahora bien, si en los últimos diez años de estanflación, la mayor parte del tiempo la economía argentina ha convivido con cepos de diversa intensidad, tiene que haber conexión entre ambos fenómenos. Sin dudas que el “remedio” del cepo prolonga la “enfermedad” del estancamiento con inflación. Uno de los principales mecanismos por lo que esto ocurre es que, al establecerse controles de precios, al cambio, a las tarifas, se está apagando un GPS valiosísimo para la economía: el sistema de precios, cuando fluctúa por acción de la oferta y la demanda, es el indicador por excelencia para detectar abundancia o escasez de bienes y servicios, el que induce a redireccionar consumos, fomenta inversiones y dispara correcciones de política económica para facilitar esas adecuaciones.

En la última década, el 60% del tiempo se ha funcionado bajo algún tipo de “cepo cambiario”

 

Al reprimir las fluctuaciones de los precios, este tipo de política económica amplifica los ajustes por cantidades. Se vio claro en el caso de la energía, cuando al fijarse tarifas debajo de los costos, se incentivaba una mayor demanda y, en forma simultánea, se desalentaba la oferta y la inversión. Así, los recursos de los consumidores y de las empresas se utilizan de modo ineficiente, haciendo que el crecimiento potencial se debilite más y más.

A su vez, como este tipo de controles se utilizan para traspasar ciertos límites de los equilibrios macro (déficit fiscal, emisión monetaria, nivel de reservas), es inevitable que, a lo largo del ciclo, se vayan alimentando expectativas de corrección brusca. Y la incertidumbre se adueña, ya que no se sabe si el desenlace será el sinceramiento de variables o controles más dacronianos.

Aunque existan excepciones puntuales, el cepo tiende a ser sinónimo de economía real anquilosada. Por eso es relevante la trayectoria previa. A fin de 2011, cuando se ponía en marcha el cepo original, el PIB venía de crecer durante una década a un ritmo acumulativo de 7,7 % anual, pero este arranque de 2021 viene precedido por diez años de caída acumulativa del PIB a un ritmo de 1,4 % anual. Y es probable que la tasa de desempleo, cuando el mercado de trabajo se normalice, tienda a duplicar los guarismos de 2011/12

Otras diferencias relevantes entre el cepo “original” y el actual tienen que ver con: a) el nivel de las reservas netas del BCRA, que en 2021 alcanzan apenas a un octavo de

los 33 mil millones de dólares de 2012; b) la tasa de inflación, que ahora duplica el ritmo de diez años atrás.

Los datos más recientes de nivel de actividad muestran un marcado rebote, con algunos sectores que ya alcanzan o superan las cotas pre-COVID. Lo que se discute es cuán generalizada, intensa y sostenida puede llegar a ser esta recuperación. No se trata sólo de política económica, también habrá de ser relevante la organización y la eficacia de las vacunaciones que se inician.

Comparado con el original, el actual cepo luce mucho más inestable. Ahora, la distorsión de precios relativos puede ser más profunda y corrosiva que en su versión original. No tiene igual efecto congelar tarifas cuando la inflación es del 20 al 25% anual que cuando ese ritmo es el doble. Asimismo, la posibilidad de establecer anclas firmes para la “nominalidad” de la economía es mucho más limitada hoy que en 2012, considerando el monto de los pasivos remunerados del BCRA en relación a las reservas y teniendo en cuenta el ritmo de la emisión monetaria en relación al PIB en ambos períodos.

De hecho, a medida que la actividad económica tiende a normalizarse, hay un visible cambio de andarivel en el ritmo de suba de precios. La tasa de inflación núcleo pasó de un promedio de 2,5% mensual en el tercer trimestre a 4,1% en el cuarto, con un último dato (diciembre 2020) escalando al 4,9% mensual. El efecto rezagado de la emisión monetaria y diversos mecanismos indexatorios hacen presumir que los guarismos de la primera parte de 2021 habrán de fluctuar en torno al 4% mensual.

Intentar “administrar” la estanflación es un contrasentido. Y sólo puede ser percibido como un plan de cortísimo plazo, hasta las legislativas de octubre. Pero las decisiones de los agentes económicos se toman pensando en “el día después”. Mientras tanto, con una crisis social al límite, lo que la Argentina necesita es políticas de Estado que empiecen a canalizar desde “ayer” las energías productivas del país.

 

(*) Economista IERAL de Fundación Mediterránea

 

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