Desnutrición infantil: el hambre no hace ruido pero crece
Edición Impresa | 5 de Octubre de 2025 | 04:32

En la puerta de un comedor barrial, la fila empieza temprano. Son las diez de la mañana y ya hay madres, abuelas y chicos esperando. Una nena juega con una tapita de gaseosa, la hace girar como si fuera un trompo. La madre la mira distraída y dice en voz baja: “Hoy me ahorro la leche, con lo que den acá zafamos”.
El hambre, cuando llega, no entra con estrépito.
Se mete de a poco: primero se achica la porción, después se saltea una comida, al final se aguanta hasta el día siguiente. No hace ruido, pero se siente en el cuerpo cansado, en la panza que gruñe en silencio, en la cara de los chicos que dejan de jugar porque les falta energía.
El Observatorio de la Deuda Social de la UCA registró que en 2024 el 35,5% de los niños, niñas y adolescentes del país atravesó inseguridad alimentaria. En números, son unos 4,3 millones. Y de ellos, el 16,5% lo vivió de forma severa: pasar hambre, reducir drásticamente las comidas, depender de la ayuda externa para sobrevivir.
Los informes son claros: la tendencia no es nueva. Desde 2010 hasta acá, las curvas suben y bajan, pero nunca vuelven a niveles aceptables. Los picos más altos se dieron en 2018, en plena recesión; en 2020, durante la pandemia; y otra vez en 2024. No son accidentes: son el reflejo de la pobreza persistente, el desempleo y la precariedad que hacen tambalear la mesa de millones de hogares.
COMIDA QUE ALCANZA HASTA DONDE SE PUEDA
En los barrios, la creatividad se volvió un hábito. Hay guisos que se estiran con agua para rendir un día más, panes que se reparten en porciones finísimas, meriendas donde el mate cocido reemplaza la leche. Una madre cuenta que la fruta en su casa aparece solo los domingos, “si hay feria barata”. Otra dice que aprendió a hacer budines con harina sola, sin huevos ni manteca, para que los chicos tengan algo dulce en la merienda.
El hambre no siempre se ve en los huesos marcados: a veces aparece disfrazado en cuerpos inflados por harinas, por calorías vacías. Comer mal también es una forma de pasar hambre.
Según la UCA, la inseguridad alimentaria golpea más fuerte en hogares encabezados por trabajadores informales, desocupados o con empleos precarios. También en familias numerosas y en las monoparentales, donde una sola persona carga con todo.
El Área Metropolitana de Buenos Aires solía ser el lugar más golpeado, pero en 2024 la brecha con el interior se achicó: la pobreza se expandió y el hambre se federalizó. En pueblos del interior, lo que antes se resolvía con una huerta o con changas, ahora alcanza menos.
Más de la mitad de los chicos del país atravesó inseguridad alimentaria en al menos un año entre 2022 y 2024. El 14,8% la vivió de manera crónica. Y apenas un 44,5% pudo mantenerse libre de ella en ese período.
EL CUERPO TAMBIÉN PROTESTA
Los médicos advierten —y lo confirma la Organización Mundial de la Salud— que la falta de nutrientes esenciales en la infancia no se borra fácil. Puede afectar la memoria, la atención, la capacidad de aprendizaje. En la escuela, eso se traduce en chicos que se distraen, que no rinden, que no entienden lo que leen. Y más adelante, en adultos con mayor riesgo de enfermedades cardíacas, diabetes o sobrepeso.
Un cuerpo en crecimiento necesita proteínas, vitaminas, minerales. Lo que parece una simple merienda con pan y mate cocido puede ser la línea entre un desarrollo saludable y una infancia con déficit.
LA ESCUELA COMO REFUGIO
En muchas aulas, el timbre del recreo suena distinto: no solo anuncia el descanso, también la comida. Para algunos, es el único momento del día donde hay leche, galletitas, una vianda caliente. La escuela se transforma en un refugio contra el hambre.
Las maestras lo saben y hacen malabares: colectas entre padres, viandas improvisadas, ollas comunitarias que se arman después de clases. El informe de la UCA lo subraya: la permanencia escolar es un factor de protección frente a la inseguridad alimentaria. Donde hay escuela, hay un mínimo resguardo.
Hubo planes sociales, transferencias de ingresos, programas alimentarios. Funcionaron como un colchón en los momentos más duros, pero no alcanzan para resolver lo estructural. Porque la raíz sigue siendo la misma: pobreza, desempleo, empleos inestables.
El Observatorio insiste en la necesidad de políticas públicas integrales que aborden la cuestión de fondo. Más allá de los parches, se necesitan trabajos estables, ingresos suficientes, redes de protección social que lleguen a todo el país.
ESCENAS QUE SE REPITEN
En una casa del conurbano, un nene abre la heladera y encuentra solo una botella de agua y un paquete de arroz abierto. En otra, una madre hace cuentas para ver si el kilo de carne alcanza hasta el viernes. En un pueblo del interior, un abuelo lleva a su nieto a la escuela no solo para que aprenda, sino para que coma.
Son escenas mínimas que, repetidas millones de veces, dibujan el mapa del hambre en Argentina.
El hambre en la niñez no es solo un problema del presente. Es una deuda que se arrastra hacia el futuro. Una infancia con hambre es un adulto con menos oportunidades, con salud resentida, con memoria de carencias.
Los informes lo dicen con números y gráficos. En los barrios, lo dicen las ollas que hierven todos los días. Y en las casas, lo dicen las madres que parten una manzana en cuatro, para que todos los chicos tengan al menos un pedazo.
El hambre no hace ruido, pero crece. Y cuando se instala, no se va solo.
La falta de nutrientes en la infancia puede afectar la memoria, la atención y más
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