Tras la despedida, deviene un largo proceso

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Hace ocho meses que se fue mi hermana. Tenía 44 años. Era la mayor. La que ponía orden en los cumpleaños y traía empanadas los domingos. La que me decía “abrigate” aunque estuviéramos en verano. Su muerte fue repentina. Como esas tormentas que no anuncian el cielo.

Desde entonces, aprendí que el duelo no es una línea recta.

Hay días que duelen como el primer día. Otros que son casi normales, hasta que algo —una canción, una frase, un olor— me parte al medio. La gente te dice que hay que seguir adelante, que ella no querría verte triste. Pero ¿cómo no estarlo?

No es tristeza solamente. Es una ausencia concreta. Es mirar una mesa y ver que falta una risa.

No busco consuelo. Solo quería decir que llorarla es también recordarla. Que el dolor, por más áspero que sea, habla del amor que nos tuvimos.

Y que, mientras la siga nombrando, mi hermana no termina de irse.

 

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