Economía, corrupción y representación

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Ezequiel Agustín Vega

eleconomista.com.ar

En 1991, Carlos Menem atravesaba un contexto complejo. El gobierno había sido salpicado por el “Yomagate”, un escándalo que vinculaba a allegados al presidente con maniobras de tráfico de influencias y lavado de dinero. Sin embargo, ese mismo año se consolidaba la convertibilidad, una política económica que logró frenar de golpe la hiperinflación que había castigado a la sociedad en los años anteriores. El dólar a un peso daba una sensación de estabilidad inédita para un país acostumbrado a las corridas cambiarias y la pérdida constante del poder adquisitivo.

La política de apertura y privatizaciones comenzaba a atraer capitales y ofrecía a muchos argentinos la ilusión de un futuro más ordenado. En ese contexto, a pesar de las denuncias de corrupción, el oficialismo logró superar el 40 % de los votos y consolidar su mayoría parlamentaria. La lección de aquel momento fue clara: si la economía otorga cierta calma, la sociedad tiende a mirar hacia otro lado respecto de los escándalos, incluso cuando estos rozan directamente al círculo presidencial.

Una década después, otro escenario

Diez años más tarde, la escena era diametralmente opuesta. Las elecciones legislativas de 2001 se desarrollaron en medio de una recesión prolongada, tras tres años consecutivos de caída del PBI y un mercado laboral devastado, con un desempleo que superaba el 18 % según los datos oficiales. La pobreza avanzaba y el Estado aparecía cada vez más impotente para sostener la ficción de la convertibilidad. La coalición gobernante, la Alianza, había llegado al poder con la promesa de transparentar la política y ordenar la economía después de la década menemista, pero pronto cayó en sus propias contradicciones.

Uno de los golpes más duros fue el escándalo de la “Banelco”, que involucró a funcionarios y legisladores acusados de recibir sobornos para aprobar la reforma laboral del año 2000. Ese episodio dañó de manera irreparable la credibilidad de un gobierno que se había presentado como paladín de la ética pública. El resultado electoral reflejó el hartazgo ciudadano: un 23,99 % de votos en blanco o anulados, un nivel inédito, y una abstención del 24,53 % en un país donde el voto es obligatorio. El voto positivo apenas alcanzó al 57,37 % del padrón, una señal de repudio hacia toda la dirigencia.

La derrota de la Alianza y la victoria del Partido Justicialista en ese escenario fueron la antesala del colapso institucional que estallaría en diciembre de ese mismo año con el “que se vayan todos”. La conclusión fue opuesta a la de 1991: cuando la economía asfixia y la corrupción aparece como confirmación de la ineficiencia de la dirigencia, la sociedad responde con un voto castigo demoledor, que incluso se traduce en abstención o voto nulo como forma de protesta.

En 2013, el clima fue ambiguo. Por un lado, la economía mostraba un mercado laboral todavía robusto, con niveles de empleo relativamente altos en comparación con los años previos a la llegada del kirchnerismo. Por otro lado, la inflación se disparaba: el “IPC Congreso”, elaborado por consultoras y legisladores opositores, calculaba un alza anual cercana al 28 %, mientras que el INDEC oficial subestimaba sistemáticamente esos números. A ello se sumaba un cepo cambiario cada vez más férreo, instaurado en 2011 y reforzado en 2012 y 2013, que generaba una brecha creciente entre el dólar oficial y el paralelo.

El poder adquisitivo se deterioraba y la clase media veía frustrada su capacidad de ahorro en moneda extranjera, un hábito cultural muy arraigado en la Argentina. En paralelo, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner enfrentaba la causa Ciccone, que involucraba al entonces vicepresidente Amado Boudou en presuntas maniobras de corrupción vinculadas a la compra irregular de la imprenta que fabricaba billetes. El efecto electoral fue contundente: Sergio Massa, con el Frente Renovador, capitalizó el descontento y le ganó al kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires, el distrito más importante del país. La derrota significó un freno al proyecto de re-reelección de la presidenta y marcó el inicio de un reordenamiento de la oposición. Una vez más, la ecuación mostró que cuando la economía genera tensiones palpables y la corrupción erosiona la confianza, la sociedad encuentra un canal electoral para expresar su rechazo.

El panorama actual

En 2025, el gobierno de Javier Milei enfrenta unas elecciones legislativas que llegan en un contexto de estabilidad macroeconómica, pero con un incipiente malestar social. La inflación, que había superado el 200 % anual hacia fines de 2023, se redujo por debajo del 40 % gracias a una política monetaria estricta, un ajuste fiscal inédito y un esquema de superávit gemelos, tanto en las cuentas públicas como en la balanza comercial. El peso se apreció en términos reales frente al dólar, lo cual estabilizó el mercado cambiario, aunque a costa de tasas de interés altísimas para la deuda en pesos, que buscan absorber liquidez y evitar corridas. El desempleo, sin embargo, mostró un leve repunte: pasó del 7,4 % al 7,9 % en el primer trimestre del año.

Dos datos que son interesantes resaltar, como sostiene Lara Goyburu, directora ejecutiva de Management & Fit, están puestos en la percepción social: solo el 15 % de los argentinos llega a fin de mes y tiene capacidad de ahorro. Pero el 45 % cree que va a estar mejor el próximo año. Por otro lado, el mercado interno se encuentra contraído, con un consumo masivo en retroceso, mientras que el crecimiento del PBI se sostiene principalmente por sectores vinculados a la energía —con Vaca Muerta como motor— y al agro, con una cosecha favorable de soja, maíz, trigo y girasol. En el plano político, el oficialismo enfrenta además el escándalo que involucra al ex titular del ANDIS, Diego Spagnuolo, acusado de actos de corrupción. Este caso golpea la narrativa del “cambio moral” y le da munición a la oposición en plena campaña.

La pregunta central es cómo se procesará en las urnas esta combinación de orden macroeconómico y malestar microeconómico. La experiencia histórica sugiere que la sociedad argentina, al momento de votar, prioriza lo que ocurre en su bolsillo inmediato por sobre los indicadores agregados que celebran los economistas. En 1991, la estabilidad de la convertibilidad pesó más que el Yomagate. En 2001, la recesión y el desempleo arrasaron con la Alianza, potenciados por la causa Banelco.

En 2013, la inflación y el cepo fueron más relevantes que los datos positivos de empleo, y la causa Ciccone amplificó la derrota del kirchnerismo. En 2025, el oficialismo llega con la bandera de haber derrotado a la inflación, pero la sociedad podría inclinarse por el castigo si percibe que la recuperación no llega al changuito del supermercado ni a los salarios. La corrupción, en este marco, no parece ser el factor decisivo, pero sí puede amplificar la desconfianza y erosionar la narrativa de transparencia que el gobierno intentó instalar.

El escenario de octubre se define en tres planos. El primero es el ingreso real: si los salarios logran ganarle a la inflación en los meses de agosto y septiembre, el oficialismo tendrá un argumento para pedir paciencia. Si no ocurre, la sensación de estancamiento se impondrá. El segundo es la estabilidad cambiaria: cualquier tensión en el dólar oficial, con su capacidad de impactar en precios y expectativas, puede volverse un detonante electoral. El tercero es la agenda ética: cada nuevo escándalo, como el caso Spagnuolo, recuerda a la sociedad que el cambio de formas no necesariamente implicó un cambio en las prácticas.

En un país donde la corrupción rara vez derrumba gobiernos por sí sola, su efecto más corrosivo se da cuando confirma que el sacrificio que pide el oficialismo a la sociedad no tiene correlato en la conducta de la dirigencia.

Las legislativas, en definitiva, no son un cheque en blanco, sino un examen de mitad de curso. En 1991, la sociedad convalidó un experimento económico aún bajo sospecha. En 2001, dio la espalda a una dirigencia impotente y corrupta en medio del colapso. En 2013, frenó la ambición de perpetuación de un modelo en tensión.

En 2025, decidirá si premia el orden macroeconómico aunque no se sienta en la vida diaria, o si castiga a un gobierno que promete futuro mientras el presente resulta áspero. La constante, a lo largo de estas tres décadas, es que la economía siempre marca el voto, y la corrupción define hasta qué punto ese voto se convierte en aval, castigo o repudio.

“Las legislativas, en definitiva, no son un cheque en blanco, sino un examen de mitad de curso”

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