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Por LEONARDO HUEBE
Wolff nació en 1945 en Birmingham, Alabama, al sur de los Estados Unidos. Se graduó en la Universidad de Oxford y enseña en la de Stanford. Junto a sus amigos Raymond Carver y Richard Ford fueron considerados por la crítica literaria los mayores exponentes de la corriente literaria denominada “realismo sucio”, etiqueta que les causaba risa (en las cenas posteriores a algunas charlas o conferencias se deleitaban de haberse mencionados, en algún momento del discurso, “nosotros, los realistas sucios”).
Descubrí a Wolff a mediados de los noventa. Trabajaba en una librería y abriendo cajas con novedades me encontré con los cuentos que formaban De regreso al mundo. Hojeándolo, me detuve por casualidad en uno titulado Aquí empieza nuestra historia: narraba las peripecias de Charlie, un lavacopas de San Francisco al que todas las editoriales le habían rechazado su novela y siente que lo mejor para él sería dejar de escribir, cambiar de vida.
LA OBRA
En un momento de la narración, Charlie decide ahogar sus penas con un capuccino. Wolff lo describe así: “Justo a la vuelta de la esquina, en Vallejo, había un café donde Charlie iba a veces en sus noches libres. Jack Kerouac había mencionado este café en The Subterraneans. Hoy en día los clientes eran fundamentalmente italianos que venían a escuchar la música del tocadiscos automático, que estaba lleno de óperas italianas, pero Charlie siempre levantaba la cabeza cuando entraba alguien; podía ser Ginsberg o Corso, que pasaban por allí recordando los viejos tiempos. Le gustaba sentarse allí con un libro abierto sobre la mesa, escuchando la música que él consideraba clásica. Le gustaba pensar que la mujer grosera y desastrada que le traía su cappucino había sido en otros tiempos la amante de Neil Cassady. Era posible.”
Ch arlie, allí sentado, casi sin querer, comienza a interesarse por la conversación de tres personas sentadas cerca de él: George, Truman y su esposa Audrey. Temas cambiantes; chusmeríos sin fundamentos; diálogos aburridos. Charlie, que está allí resolviendo entregarse o no a la intranscendencia, de repente se da cuenta de que escuchar aquella conversación no ha sido una manera de pasar el tiempo, de que allí hay una clave, una epifanía, podría decir, quizá equivocadamente, cheeveriana: de un modo casi milagroso, descubre que en aquel diálogo estúpido se esconde una traición, que George y Audrey son amantes, que Truman, la ecuación es simple, ha pasado a formar parte de la lista más extensa no escrita en las estadísticas, efemérides y obituarios de la crónica humana: la de los cornudos desinformados; y que él, Charlie, ha encontrado una historia que contar. Cuando sale del café nombrado en The Subterráneas, el de Kerouac, el de Ginsberg, el de Corso y Cassady, comprende que en cada episodio de la vida, en cada frase escuchada al azar, hay literatura .
Dice Wolff que en su primera adolescencia, cuando supo que iba a ser escritor, intuyó que las buenas historias estaban hechas con palabras no dichas, con veladas sugerencias, con silencios cargados de sentidos. Y se nota: sus cuentos son esculturas al aire libre a los que el lector le encuentra brillos y sombras según desde qué lugar del cielo las ilumine el sol (si podemos tomar al sol como metáfora de nuestros estados de ánimo). Lectura para atentos, para intelectos sobrios (o, en su defecto, con la mente expandida por estar muy borrachos), para tipos que se sientan ante un libro como guardias de trinchera en la línea de combate.
Dice Wolff, también, que anda buscando, sin prisa pero sin pausa, escribir el cuento perfecto.
Es insólito que el relato titulado Aquí empieza nuestra historia, considerado (por la misma crítica de la etiqueta) uno de los mejores de Wolff, no haya sido apreciado por el autor para formar parte de esta antología que, inexplicablemente, se llama Aquí empieza nuestra historia. Es raro. O quizá no. A lo mejor es una ironía, a lo mejor es otra falla de los “críticos”, a lo mejor, y es lo que yo creo como lector, es la más extraordinaria elipsis en la historia de la literatura. Repito: palabras no dichas, veladas sugerencias, silencios cargados de sentidos (libro llamado así, cuento que no está).
CUESTION DE GENERO
Para finalizar, un pedido: creo, no, siento, que “Realismo sucio” es el de Charles Bukowski, el de John Fante, el de esa maravilla cubana llamada Pedro Juan Gutiérrez. Deberíamos buscar para el otro grupo, si es que hay que hacerlo, un rótulo diferente: leí por allí algo que podría acercarse, como “realismo llano” o “realismo trágico”; yo me inclinaría por el de “realismo moral”: porque tanto en Cheever, como en Carver, como en Ford, como en Wolff, como en el menos conocido Ethan Canin, es la herida que en el pasado provocó a sus personajes la falta de decencia, de ética, de integridad, lo que ordena el presente de sus vidas, lo que los hace el centro de la mejor literatura.
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