“¿Te gustaron las masitas?”

Por MANUEL DOMINGUEZ

Fue una tarde soleada de marzo de 2008. Llegamos a la cita unos cuarenta minutos más tarde. “El té se enfrió pero enseguida preparamos más”, dijo China Zorrilla escoltada por Flor, la yorkshire que le había regalado su amigo Bernardo Neustadt. No quiso ni saber de las explicaciones del motivo de la demora. Enseguida dijo que ella ya no manejaba -algo que le encantaba hacer- porque el tráfico la ponía nerviosa. Insistió con la idea del té y llamó a su empleada de toda la vida. “Las masitas dejalas”, dijo y tomó la bandeja. Eran unas cuantas masas secas, de esas con membrillo y chocolate que tanto le gustaban.

Durante la charla el teléfono no paró de sonar. Recuerdo que dijo “¿quién no tiene el teléfono de China Zorrilla? ¡Era para pedirme unas entradas!”. Seguir una entrevista pautada con ella era imposible: se movía con facilidad y dominaba la conversación a su antojo. ¡Quién podía interrumpirla! Cuando una pregunta la incomodaba tenía la facilidad de salir de ese lugar con alguna anécdota real o inventada. La del novato Dustin Hoffman la escuché mil veces, pero quién me podía quitar el privilegio de escucharla en vivo y en directo y con esa pasión por el relato. Parecía una clase de teatro: levantaba las manos, subía y bajaba el tono de la voz y la mirada viajaba como reviviendo cada instante de esa experiencia en New York.

Cuando regresó el té, estábamos cerca del piano que por las tardes les gustaba tocar. No importaba si no había público. Bastaba que esté su perrita Flor. Mirábamos algunos premios entre tantas fotos y su mirada se detuvo en un portarretrato de plata en donde estaba ella con Néstor Kirchner. Lo había conocido personalmente hacía poco tiempo y había quedado impactada. Pero China volvía a cambiar de tema y las anotaciones de la entrevista se volvían caóticas.

Me llamó la atención que estaba rodeada de gente que iba y venía. Familia y amigos. Odiaba que le pregunten por qué no se casó. Eso la hacía cambiar el humor y me contó que estuvo a punto de hacerlo. Que no se dio por que eran otros tiempos. Porque la familia del novio no aceptaba que se casara con una actriz. Nunca contaba que era una señorita de buena familia y educada en colegio de monjas francesas. China tardó tiempo en perdonarlo. “Hace poco se murió. Me mandó a decir con su enfermera que fui la mujer a la que más amó”, relató.

Pero las pilas de cartas en la mesa de luz, en el escritorio, la biblioteca y la caja de cartón negra del placard no estaban dedicadas a ese amor. Después hubo otro. Del que no se pudo olvidar. Al que le dedicó cientos de poemas. Al que atesoró con y en el alma. “Se casó con otra”, dijo con una naturalidad cruel, “lo recuerdo sin llantos y sin tragedias”.

Cuando me despido le digo que puedo mirar “Esperando la carroza” mil veces y me contesta: “¿Te gustaron las masitas?”.

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