Svetlana Alexiévich: en “Voces de Chernóbil”, la premio Nobel recupera las voces de los sobrevivientes

Cronista de un horror que escapa a la contundencia de los testimonios, la bielorrusa Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil aborda una historia incapaz de ser imaginada, que irrumpe a través de algunos de los involucrados en la catástrofe nuclear, ocurrida el 26 de abril de 1986 en la Central Eléctrica Atómica de esta ciudad, situada cerca de la frontera bielorrusa.

“La vida humana sigue siendo minúscula e insignificante comparada con la de los radionúclidos instalados en nuestra Tierra. Muchos de ellos vivirán milenios. ¡Imposible acercarnos a esa lejanía!”, escribe la reciente Premio Nobel de Literatura.

“Se ha roto el hilo del tiempo”, afirma la escritora, quien tardó años en armar un relato que fuera diferente a las centenares de páginas y filmes sobre el tema. Su objetivo fue poner en foco la historia omitida a través de sus protagonistas: bomberos, soldados, médicos, enfermeras, campesinos, familias enteras que vivían en los alrededores, testigos de lo que pasó, sin tomar conciencia de le hecatombe.

“Salí por la mañana al jardín y noté que me faltaba algo, cierto sonido familiar. No había ni una abeja. ¡No se oía ni una abeja! ¡Ni una! ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? Tampoco al segundo día levantaron el vuelo. Ni al tercero. Luego nos informaron de que en la central nuclear se había producido una avería, y la central estaba aquí al lado. Pero durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas se habían dado cuenta, pero nosotros no. Ahora, si noto algo raro, me fijaré en ellas. En ellas está la vida”, testimonia un viejo apicultor.

La periodista recuerda que no se sabía casi nada de Bielorrusia (Belarús), un país agrícola de unos 10 millones de habitantes, que perdió 485 aldeas y 70 pueblos y cuyo territorio tiene el 23 por ciento contaminado, aunque viven más de dos millones de personas, de las cuales se calcula que siete de cada diez están enfermas.

Frente al silencio y la complicidad de las autoridades, preocupadas por ocultar la magnitud del hecho, los sobrevivientes recrean esas horas, esos días, en que la muerte se asentaba en la región con mucho sigilo: no hubo advertencias, ni señales sonoras, ni olores, sólo órdenes para bomberos y soldados enviados sin protección a la central y también para las familias de abandonar sus hogares sin llevarse nada.

El hombre no estaba preparado como “especie biológica”, “la radiación no se ve y no tiene ni olor, ni sonido. Es incorpórea”, describe la autora de La guerra no tiene rostro de mujer.

Era la noche de un viernes a un sábado cuando, mientras se realizaban pruebas de seguridad, unas explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético. A tres kilómetros se hallaba la ciudad de Prípiat, fundada en 1970.

Publicado por el sello Debate, en una traducción de Ricardo San Vicente, el libro que cuenta con numerosas ediciones y que en castellano ha incorporado testimonios inéditos tiene una introducción histórica, en la que aflora la visión periodística de la bielorrusa.

Hay un monólogo inicial donde -en primera persona- una mujer embarazada, cuyo marido era bombero y partió enseguida para el lugar, cuenta como a las horas fue llevado al hospital y murió luego de catorce días y el nacimiento de su hijita ya sin vida, pero que la salvó de los efectos de la radiación.

La autora se entrevista a sí misma y analiza por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo. Y a partir de allí, divide el libro en tres grandes partes: La tierra de los muertos, La corona de la creación y La admiración de la tristeza. Todos incluyen monólogos de personas que relatan o reflexionan sobre la catástrofe.

En el “Monólogo acerca de lo que no sabíamos: que la muerte puede ser tan bella”, una mujer recuerda aquel día: No era un incendio como los demás, sino como una luz fulgurante. Era hermoso. (…). La gente sacaba a los niños, los levantaba en brazos. “¡Mira! ¡Recuerda esto!”. Y fíjese que eran personas que trabajaban en el reactor. Ingenieros, obreros. Hasta había profesores de física. Envueltos en aquel polvo negro. Charlando. Respirando. Disfrutando del espectáculo”.

Un psicólogo confiesa su incomprensión: “No reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuestas en el pasado”; y una residente en la llamada zona prohibida dice que los milicianos pasan para controlar el pueblo: (...) y allí vive solo ella y su gato. “Y a mí me preguntan: ‘¿Y si aparecen los bandidos?’ ¿Qué me pueden quitar? ¿El alma?”, es lo único que le queda.

Muchos soldados no tuvieron duda cuando fueron llevados al lugar y se encontraron tratando de paliar los efectos de la radiación. Algunos no quisieron ir pero la mayoría no puso objeciones. “(...) Trabajábamos bien. Y nos sentíamos muy orgullosos de ello”, rememora uno de ellos.

A modo de epílogo, Alexiévich comenta que en la oficina turística de Kiev se ofrece un viaje a la ciudad de Chernóbil y a las aldeas muertas. Y se pregunta ¿Creen ustedes que todo esto es una idea demencial? “Se equivocan, el turismo nuclear goza de una gran demanda, sobre todo entre los turistas occidentales. La gente viaja al lugar en busca de nuevas y poderosas sensaciones”.

 

VOCES DE CHERNOBIL
Autor: Svetlana Alexievich
Editorial: Debate
Páginas: 408
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