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Por SERGIO SINAY (*)
Mail: sergiosinay@gmail.com
La violencia es una vieja conocida que atraviesa la historia argentina desde sus inicios. Las grietas de donde brota como lava quemante no son una novedad. Se puede leer la historia de nuestro país como una saga de grietas que se suceden y que tocan diferentes niveles. El social, el político, el económico, el cultural y hasta el deportivo. Unitarios y federales. Florida y Boedo. La capital y el interior. Industria y agro. Educación laica y educación libre. Peronistas y antiperonistas. Chevrolet y Ford. River y Boca. Estudiantes y Gimnasia. Prada y Gatica. Punks y emos. Estatistas y mercadistas. Nacionalistas y liberales. Militares y civiles. Libros y alpargatas. Ellos y nosotros. El listado de antinomias puede resultar interminable y la realidad ofrece a diario nuevas polaridades para agregar. Quien se para en cualquiera de los dos bordes de una grieta ve al otro como un enemigo. De inmediato le resulta imposible escucharlo, considerarlo, reflexionar sobre sus argumentos, crear un debate en donde hay un combate. De muchas de las grietas que se abrieron en dos siglos de historia manó sangre y quedó como resaca un resentimiento irrenunciable.
En la semana que pasó la violencia estuvo en primer plano una vez más y salió a la calle día tras día invocando diferentes razones, trayendo tenebrosos recuerdos y anunciando un porvenir difícil. Vino a recordar que su presencia en nuestra vida y en nuestros vínculos, tanto personales e íntimos como sociales y públicos, se ha naturalizado de una manera peligrosa. Debido a esa naturalización la violencia se expande, se inserta en el modo de vivir y lleva a pensar que las cosas “son así”, que no hay otro modo de afrontar desacuerdos y que basta con tener razón (o con creer que se la tiene) para que ello justifique el uso de medios extremos y destructivos.
Una vez instalada, la violencia se manifiesta de diversas maneras, de las cuales la física es la más visible y espectacular, pero de ninguna manera la única ni la más dañina. Hay violencia verbal (insultos, descalificaciones), sexual (violaciones, abusos), doméstica (golpes, humillaciones), económica (brechas de desigualdad que generan condiciones de vida indignas en grandes porciones de la población), laboral (presiones y condiciones de trabajo insalubres y peligrosas que se imponen mediante la amenaza del despido), emocional (manipulación, mentira), escolar (agresiones entre alumnos y de alumnos y padres a docentes), cultural (ablaciones y otros ritos que degradan el cuerpo y la identidad de las personas en nombre de tradiciones), religiosa (intolerancia ante creencias diferentes a las propias seguida de agresiones que se justifican en nombre de dogmas fundamentalistas), deportiva (no solo barras bravas y otras formas de matonismo sino también la que se manifiesta entre los propios deportistas) o la muy conocida y practicada violencia política (que parte de no admitir un pensamiento disidente y puede terminar en tragedias colectivas o aún en un holocausto, además de crímenes y magnicidios).
Casi ninguna de las formas descritas nos es desconocida. Y la mayoría de ellas echó raíces en nuestra manera de vivir y relacionarnos. Horrorizarse hoy ante la violencia no ayuda, primero porque paraliza y segundo porque hasta puede resultar, en ciertos casos, una forma hipócrita de deshacerse de responsabilidades. Es mejor preguntarse por las causas y explorar las respuestas con voluntad de transformación y no sólo de diagnóstico. En la Argentina cada habitante es un florido y verborrágico diagnosticador.
En la semana que pasó la violencia estuvo en primer plano una vez más y salió a la calle día tras día invocando diferentes razones, trayendo tenebrosos recuerdos y anunciando un porvenir difícil.
Los conflictos y desacuerdos no son los causantes de la violencia. En realidad son parte natural de la vida. Es lógico que existan entre las personas si tomamos en cuenta que hay 7 mil millones de habitantes en el planeta y que no existen dos iguales, Cada mirada es única, la humanidad es un concierto en el que se integra lo diverso. E incluso hay conflictos en la Naturaleza, como ocurre con la luz y la oscuridad, la tierra y el agua, el aire y el fuego, el frío y el calor, y los machos y hembras de las especies. Ninguno de esos conflictos se resuelve violentamente. El mejor ejemplo está en el crepúsculo o en el amanecer, cuando luz y oscuridad encuentran un punto de convivencia y se ceden luego el protagonismo, o en las playas y riberas, en donde el agua moja la tierra para que no se reseque mientras esta, por su parte, la contiene. Aunque como especie somos parte de la Naturaleza pareciera que hemos olvidado cuestiones esenciales de la convivencia. Perdimos la memoria de cómo integrar opuestos creando a partir de ellos algo nuevo y diferente. Y la violencia es un resultado de ese lamentable olvido.
Hay una diferencia entre ser violento y ser agresivo. La agresividad es un componente necesario de la vida. Es una palabra de origen latino que refiere a “acometer”, a “ir hacia”. Se trata de un impulso sin el cual, por ejemplo, una criatura no nacería. Sin esa energía no comeríamos, no emprenderíamos tareas, no erigiríamos nuestras casas, no nos protegeríamos de los fenómenos naturales, no nos defenderíamos de depredadores, no abriríamos caminos, los cirujanos no operarían, no se tenderían puentes. “Toda manifestación positiva de la vida es agresiva. Gran parte de la perniciosa inhibición de la agresividad que sufren nuestros niños obedece a la equiparación de agresivo con perverso”, explicaba Wilhelm Reich (1897-1957), psicoanalista austríaco que fue inicialmente discípulo de Freud y perteneció a la afamada Sociedad Psicoanalítica de Viena. Reich puso especial énfasis en el estudio de la agresividad y su funcionalidad. Como lo hiciera Alexander Lowen (1910-2008), médico, psicoterapeuta, padre de la bionergética, al incursionar en la integración del cuerpo, la mente y las emociones como una trinidad indivisible.
La agresividad es una energía vital que cuando no encuentra un cauce fecundante, creativo, transformador y constructivo se transmuta en violencia. No son, por lo tanto, sinónimos, aunque confusamente se los use así. La agresividad crea, la violencia destruye. La agresividad es aliento vital, la violencia es el punto en donde mueren la razón, las palabras, el pensamiento, el amor. Las personas y las sociedades que tienen proyectos, propósitos, visiones de un futuro convierten su natural agresividad en herramienta de construcción y de sentido. En las que carecen de aquello se naturaliza la violencia, que es el fermento tóxico de una agresividad desperdiciada, desvirtuada y malbaratada. Ghandi necesitó de una enorme cuota de agresividad para sostener e impulsar la visión que lo llevó a liberar e independizar a la India (una nación de más de mil millones de habitantes) sin disparar un tiro, sin golpear a nadie, sin destruir. Se puede ser no violento y agresivo al mismo tiempo. O se puede ser solamente violento sin dar nacimiento a nada. Por muchas causas que invoque, un violento nunca tendrá razón. La perdió antes de empezar.
Una semana de violencia política, física, verbal, una más en una larga historia de violencia de todo tipo, pública y privada, merece mucho más que horror, parálisis o indiferencia. Se necesita una agresiva voluntad de cambio.
(*) El autor es escritor y periodista. Sus últimos libros son "Inteligencia y amor" y "Pensar"
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